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Martín Alonso

la mirada de andersson

Martín Alonso

Beria, Stárostin y Halldórsson

En uno de los fondos del Otkrytie Arena, cuando el Spartak de Moscú ejerce de anfitrión en una gran cita, los ultras del equipo ruso suelen desplegar un tifo enorme en el que sobresale el retrato de Nikolai Stárostin y un lema serigrafiado con caracteres en cirílico. El personaje que protagoniza el mural, para la hinchada local, es una especie de mito que ejerce como guardián de las esencias del club moscovita: fue fundador, jugador, entrenador y presidente de la entidad. En definitiva, una especie de 'padretodopoderoso'. Y el mensaje que acompaña su figura así lo avala: "Él lo ve todo".

No es Nikolai Stárostin, que falleció en 1996, un actor menor en el relato que da forma a la historia del fútbol. Es cierto que no tiene el tirón de las grandes leyendas del mundo occidental -Pelé, Cruyff, Maradona-, pero su vida sirve como ejemplo perfecto para explicar por qué el balompié es la gran fiesta popular que estos días, con la disputa de la Copa del Mundo, paraliza al planeta. En 1922, meses antes de que el Movimiento Blanco aceptara su derrota ante los Bolcheviques y el Ejército Rojo tras cinco años de guerra civil, Stárostin -junto a sus tres hermanos- fundó en Moscú al Spartak, un club deportivo que surgió del lodo sin protección alguna de las ramas que formaban el árbol del poder soviético. Y ese detalle, el de su origen fuera de la órbita de influencia del régimen, es fundamental para entender la relevancia de su figura.

En un nuevo mundo, durante los primeros pasos de la dictadura del proletariado que un día proyectó Marx y Lenin hizo carne, el fútbol se convirtió en un instrumento más al servicio de la propaganda soviética. En ese amanecer, cada sector de poder del nuevo orden comunista impulsó la creación o la adopción de un club de fútbol. Así, el NKVD -la policía secreta que luego mutó en el KGB- impulsó el Dinamo de Moscú, el ejército apadrinó al CSKA de Moscú, las fábricas de coches lanzaron al Torpedo de Moscú y el sector del ferrocarril dio forma al Lokomotiv de Moscú. En ese escenario, justo en medio de esa maraña de la burocracia chequista, el Spartak de los hermanos Stárostin se convirtió -con el apoyo de pequeñas cooperativas y los trabajadores del matadero (uno de sus gritos de guerra sigue siendo "somos carne")- en el equipo del pueblo y en un pequeño jardín detrás del Telón de Acero.

Durante los años más duros de la URSS, marcados por las purgas de Stalin, el campo del Spartak de Moscú fue el único lugar dentro del mapa soviético en el que se podía alzar la voz para protestar contra el KGB (Dinamo), el Ejército Rojo (CSKA) o el ministerio de Industria (Torpedo o Lokomotiv). Y, a base de buen fútbol y victorias, se convirtió en una especie de irreductible aldea gala en medio de los dominios comunistas: el Spartak, inspirado en el esclavo (Espartaco) que se rebeló contra todo el Imperio Romano para alcanzar su libertad, fue el mejor equipo del país -ganó tres ligas entre 1936 y 1939-.

Esa relevancia y superioridad no pasó desapercibida para el régimen. Y lo hizo sacudido por la maldad. Lavrentis Beria, mano derecha de Stalin para coordinar los asesinatos en masa durante las purgas, depredador sexual -cada noche salía por las calles de Moscú con su escolta para secuestrar mujeres- y padre espiritual del Dinamo, no aceptó la derrota como opción y desterró a los hermanos Stárostin a diferentes gulags en Siberia -por "fomentar deportes burgueses" como excusa- tras un triunfo del Spartak en la final de Copa del 39. Aquel castigo duró 11 años: el tiempo que tardó en morir Stalin y que Beria fuera ajusticiado -ya con Nikita Jruschov al mando de la URSS-.

Ni Stalin, ni Beria, ni la fuerza de un régimen autoritario, ni todo el peso de la vileza humana lograron doblegar a Nikolai Stárostin que, desde Siberia, regresó a Moscú para convertir al Spartak en el club más fuerte y más popular de Rusia. Y ayer, en su estadio, en el Otkrytie Arena, donde todo el mundo esperaba que la gigantesca Argentina pasara por encima de la cenicienta Islandia, el fútbol dio otra lección de humildad para poner las cosas de la vida en perspectiva: Hannes Halldórsson -un director de vídeos comerciales que en sus ratos de ocio jugaba de portero- le detuvo un penalti a Leo Messi -lo más parecido a un dios en la tierra- para sentenciar que con una pelota de por medio nadie es más que nadie.

Islandia empató ante Argentina -en la primera gran sorpresa del Mundial de Rusia 2018- y Nikolai Stárostin, allá donde esté, lo vio todo.

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