La Provincia - Diario de Las Palmas

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OBSERVATORIO

Más allá del 'Aquarius'

La crisis del Aquarius, felizmente resuelta con generosidad y decisión por el Gobierno español, y el final catastrófico de la reunión del G7 han puesto sobre la mesa una situación peligrosa para Europa, a la que no escapará ningún país del Sur si esas situaciones se hacen endémicas. Sus efectos iniciales sobre Italia ya los contemplamos. Pero los efectos que puedan venir son más graves. Las amenazas del primer ministro italiano, Giuseppe Conte, de salir del grupo europeo para buscar alianzas propias son una confesión de debilidad y no sabemos cómo de serias pueden ser. Esos nuevos poderes tienen que dar la impresión de que los viejos eran ineptos. Por eso reivindican el sentido pleno de la soberanía. El gobierno de Pedro Sánchez quiere producir la misma impresión para denunciar la estéril política de Mariano Rajoy; sin embargo, lo hace en la dirección adecuada de fortalecer la Unión.

Lo más peculiar del cambio brusco de orientación política italiana es que, en lugar de explorar equilibrios con potencias amigas a las que obligan tratados de estatus, prefiere coquetear con potencias imperiales, a las que no vinculan sino un sentido brutal del prestigio, del poder y de la grandeza. De otra forma: se trata de desligarse de poderes vinculados para atarse a poderes absolutos. Así, Conte se desliga de la línea común de la UE y manifiesta simpatizar con las posiciones de Donald Trump y Vladimir Putin. Se trata de un movimiento lleno de riesgos. Pues algo parece verosímil: si algún día estos dos grandes imperios llegaran a disolver los poderes regionales intermedios, como la UE, obligarían a todos los restos del naufragio colectivo a alinearse o con uno o con otro.

Si fracturada la Unión Europea bajo la presión conjunta de los Estados Unidos de Trump y de la Rusia de Putin, cada uno de los Estados europeos gozara de mayor libertad e independencia, de mayor influencia y rango, sería muy difícil mantener la confederación europea. Pero no hay nadie que pueda imaginar que el regreso a la política de potencias separadas supusiera un futuro mejor para cada una de ellas. Las dificultades que está experimentando el Reino Unido con el brexit, de las que todavía nadie sabe cuál será el resultado definitivo, tienen que ver con la incapacidad de imaginar ese futuro mejor en soledad. En suma, tanto EE UU como Rusia están interesados en atraerse a los Estados europeos singulares en la medida en que puedan representar una cuña con la que hacer palanca para fracturar la UE. Luego, ningún país por su cuenta podrá imponer condiciones.

Así que esta es la índole del movimiento de Conte. Se quiere separar de la UE por despecho de lo que considera una falta de cintura negociadora de Alemania en la búsqueda de equilibrios. Pero si algún día tuviera que negociar a solas con cualquiera de los grandes imperios que dice admirar, se enteraría de verdad de lo que es falta de cintura. De igual forma, Polonia puede asumir que mientras esté unida a la retrotierra europea, podrá disponer de una defensa segura frente a Rusia. Pero si se desvinculara de la Unión con una política integrista, pronto comprendería que se quedaría sin verdaderos amigos. Tan pronto como Putin y Trump dejen de estar de acuerdo en la estrategia disolvente y pasen a la fase de exigir la decisión por uno o por otro, una Polonia separada de Europa no tardaría en darse cuenta de que nada ni nadie podría separarla de la influencia de Rusia.

Lo vemos en Siria, que se ha convertido en la mayor lección geoestratégica de la historia reciente. Los errores de Washington en Irak no podían sino llevar a un mayor protagonismo del mundo chiíta. El movimiento de eliminar a Sadam Husein antes de recomponer las relaciones con Irán fue un paso equivocado. La consecuencia fue que un Irán hostil expandió su influencia hasta Siria. Pero lo decisivo es que los mismos poderes que unen sus esfuerzos para disolver la UE, se enfrentan en Siria sin piedad destruyendo a un pueblo milenario. No obstante, ninguna de las dos potencias que alimentan ese conflicto en Siria apuesta por una solución viable. Como un resultado colateral de esa guerra, sin embargo, tenemos la mayor crisis migratoria desde la Segunda Guerra Mundial, que ha desestabilizado a Europa de un modo que todavía no podemos contemplar del todo.

Los lectores de un panfleto tan estéril como Imperiofobia podrían revisar sus ideas acerca de la bondad de los imperios con este argumento. El mismo poder que defiende la divisa "América primero", no por ello renuncia a intervenir en cualquier parte del mundo. Sin embargo, los europeos no podemos intervenir en nuestras fronteras. Mientras tanto, cunde la impresión de que la crisis humanitaria en la que estamos inmersos no puede resolverse con un política pasiva. Al contrario, tenemos la certeza de que una mera política pasiva puede ser la ocasión para un cambio de élites a favor de grupos de aventureros capaces de alterar los equilibrios de la UE. Por ello no veo otra salida que reclamar el derecho a políticas activas en las conflictos que, en nuestras mismas fronteras, amenazan con interferir en el futuro democrático de nuestras sociedades.

Las grandes líneas de la política internacional de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría han sido abandonadas por quien fuera su mejor garante. El estado de cosas que se construyó con la victoria de EE UU sobre la URSS en 1989, con la apertura comercial, la globalización económica, la emergencia de China, ahora se desea detener y revertir. Este es el sentido del acuerdo implícito de Estados Unidos y Rusia: ambos desean regresar a una situación que se parezca más a la Guerra Fría. Sin un acuerdo tácito de las dos potencias que otrora se dividían el mundo, esa reversión no será posible. Por supuesto, Estados Unidos sabe que Rusia es menos peligroso que China, y que Rusia desea mucho más el prestigio que el poder, pues su prestigio nacional es la condición de la fidelidad de la población al liderazgo de Putin.

Sin embargo, sea cual sea el escenario que se acabe definiendo, no cabe duda de que Europa podrá encararlo mejor unida que separada. Junta, podrá buscar los equilibrios del pluriversum mundial. Separada, no podrá impedir de nuevo la emergencia de un dualismo que romperá Europa por el lado más frágil: el Mediterráneo y el Báltico. Pero no debemos olvidar una cosa: el Mediterráneo es un gran espacio político unitario desde que el Imperio romano lo unificó. Si Europa no entiende que tiene el derecho a desplegar políticas activas en ese gran espacio en defensa de su futuro democrático, entonces debe prepararse para tragarse pasivamente las consecuencias de una inestabilidad que ni produce ni resuelve. Mientras tanto, no sabemos qué hacen nuestros soldados en Afganistán.

Allí fuimos arrastrados a una guerra imposible que no estuvo bien calculada y que todavía no está bajo control. Lo hicimos porque está lejos y nos resulta casi invisible e indiferente. Sin embargo, ahora nuestra carencia de política activa en Libia y en la franja que va desde el África negra a la costa, amenaza con romper la UE, que es el fundamento actual de nuestro modo de vida. Esta paradoja de nuestra política exterior debe acabar. Intervenir con seguidismo en lo que no nos afecta y dejar de intervenir en lo que nos resulta vital, no parece razonable. Por supuesto que pesa sobre nosotros un pasado imperial que nadie quiere reeditar, y desde luego que carecemos de doctrinas propias que fundamenten nuestra seguridad. Sin embargo, no habrá cohesión europea, ni pluriversum verdadero, ni equilibrio mundial si esos grandes espacios del mundo no se ordenan. Europa debe ordenar el suyo, y ello implica políticas activas cooperativas con los poderes políticos del otro lado de nuestras fronteras. Todos juntos hemos de impulsar una política humanitaria ordenada, que minimice el sufrimiento para las poblaciones migrantes y no desestabilice nuestras democracias.

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