La cobardía e incapacidad política de los socios de la UE y la pachorra infinita de su élite tecnocrática ha impedido construir una política de inmigración común y consensuada. Cuando no se asume que el Estado-nación se está disolviendo y que nadie se puede salvar individualmente en una economía globalizada, cuando la ciudadanía es el conjunto de derechos menguantes de una población empobrecida y atemorizada por los cambios económicos, sociales y culturales y dispuesta a blindarse frente al extranjero hambriento e invasor -"no me quitarán ni la comida ni el plasma", le escuché a un líder vecinal hace unos años-, lo que está en juego no son las fronteras político-administrativas, sino los límites mismos de la democracia. Lo decía Agambean al comenzar el siglo: "Quizás sea necesario fundar de nuevo la filosofía política partiendo de la figura del refugiado". Los inmigrantes se juegan la vida. Los europeos y norteamericanos se juegan el miedo. Las democracias liberales su legitimidad y su futuro como sistema político hegemónico y prescriptivo. No puedes proclamar la libertad, la igualdad y la fraternidad y derivar a patadas a miles de adolescentes africanos a Italia, como ha hecho el Gobierno francés en los últimos años. La inmigración incomoda a mucha gente e instituciones, pero uno de sus efectos más incordiantes, sin duda, estriba en que funciona como un bruñido espejo que denuncia las encanalladas debilidades y las sórdidas contradicciones de las democracias supuestamente avanzadas: expulsiones fulminantes, centros de internamiento de extranjeros encargados de reproducir la extranjería, violencia represiva, explotación laboral de un subproletariado indefenso. La negativa a conceder al inmigrante llegado ilegalmente -la inmensa mayoría- los derechos políticos y sociales corre en paralelo a una erosión imparable de los mismos derechos políticos y sociales en el interior de dichos países.

Dentro de un mes y medio finalizará el permiso de residencia coyuntural y extraordinario que el Gobierno español concedió a las 630 personas recatadas del Aquarius. En su mayoría serán expulsados del país y muchos volverán a intentarlo de nuevo en un futuro no lejano. Dejarlos agonizar en altar mar hubiera sido inhumano, pero a buen seguro muy pocos podrán quedarse en la tierra de promisión que soñaron durante meses. Toda la evidencia empírica acumulada asegura que los inmigrantes aportan económicamente más de lo que reciben, incluyendo, por supuesto, los servicios del Estado de Bienestar. Un ejemplo: en EE UU los inmigrantes aportaron al PIB nacional en 2014 1,6 billones de dólares. La tasa del desempleo en abril no llegaba al 4% de la población activa.

Si conservadores, liberales, socialdemócratas y ecologistas no llegan pronto a un acuerdo -regularizando la entrada y estableciendo cuotas nacionales para inmigrantes y para refugiados que huyen de guerras, dictaduras y hambres- los europeos terminarán votando basura xenófoba y facistoide, como la Liga Norte, con sus hediondas promesas de pureza identitaria y patrioterismo filibustero. El proyecto europeo debería desembocar, según su propia lógica fundacional, democrática, pluralista e inclusiva, en la elaboración de defensa de una ciudadanía transnacional, una ciudadanía que no dependa de un Estado, un país o un territorio, una ciudadanía titular de derechos y obligaciones universalmente reconocidos y exigibles. A medio y largo plazo no existe otra solución. O inmigración regularizada y acogida a los refugiados o barbarie. O democracia transnacional o fascismo de campanario.