Los gobernantes son muy humanos. Aplican las leyes, sus leyes, a rajatabla. Incluso tienen en cuenta las circunstancias excepcionales que contempla la ley. Es un barco a la deriva, al que no dejan atracar en ningún otro puerto, con personas en una situación extrema, casi sin combustible, ni víveres, y con niños y mujeres embarazadas, dijeron sobre el Aquarius. La legislación autoriza la entrada de náufragos recogidos en el mar. Sin embargo, no permite entrar a las personas que llegan en patera. Considera que alcanzan la costa de forma ilegal y ellos, los gobernantes, no consienten ningún atentado contra la legalidad. Participan de las creencias que sostienen la maquinaria legislativa europea sobre asuntos migratorios. Solo juegan con el estrecho margen que esta les ofrece.

Acogen en tierra firme a los 630 náufragos del Aquarius. Les dan refugio, agua, comida, colchones y abrigo. También les conceden una autorización de residencia durante 45 días, permiso previsto en la ley de Extranjería para casos contados. Tras ese plazo, los gobernantes enjuiciarán la situación de cada náufrago acogido. La mayoría, de acuerdo al trato igualitario, será, se supone, deportada. O tal vez en esta ocasión expulsen los gobernantes solo a unos cuantos. Así lavan su imagen. Se agarran a la necesidad humanitaria, excepción reconocida por la ley, sin salirse del marco legal. Todavía más, lo refuerzan con sus lágrimas. ¿Acaso mostrarse indulgente con los inmigrantes en general no animaría a otros miles más a embarcarse e intentarlo?, nos dirán. Entonces, proclamarán a los cuatro vientos, tendremos que responsabilizarnos moralmente de tantos naufragios en alta mar.

La clemencia contribuye a la muerte de seres humanos, vociferan los gobernantes, tan humanos. Mientras tanto, los gobernados nos aferramos a nuestros privilegios aquí. Asimismo, a los valores e ideas que se derivan de la creencia de que todos son privilegios merecidos.