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Náufragos

En julio de 1816 la fragata de la marina francesa Méduse encalló frente a las costas de Mauritania y más de un centenar de personas quedaron a la deriva durante casi dos semanas a bordo de una balsa improvisada. En un célebre cuadro que puede visitarse en El Louvre, Géricault supo expresar muy bien la huella de la desesperación más absoluta que se apoderó de los supervivientes, que se agarraron como pudieron a la vida y desafiaron el hambre, la sed, el miedo y, finalmente, la locura, hasta que algunos lograron ser rescatados. He pensado en esa pintura estos días como metáfora de las expectativas que genera el mar, a pesar de su fiereza, para las personas que tratan de cruzar el Mediterráneo buscando puerto seguro y como símil más que probable de la traumática experiencia de los migrantes contemporáneos. Lo que les mueve tiene que ser tan desesperado como para arriesgar su vida y la de su familia, con lo que se entiende que a veces nos resulte verdaderamente difícil comprender la magnitud del problema.

La hazaña del Aquarius consiste en haber destapado la caja de los truenos y situarnos frente al espejo de la injusticia que sufren quienes han sido ubicados en lugares del mapa menos afortunados que el nuestro. Durante los últimos años las políticas de acogida de personas que piden entrar en Europa han sido erráticas, imprecisas, pero esto no ha frenado el éxodo masivo de gente que huye del hambre o de la guerra y que mira a este lado de la costa como una especie de Arcadia, quizás no tan idílica y feliz como en el poema pero donde imaginan que vivir tiene que ser por fuerza mejor que lo que ellos han conocido. Por lo tanto, ningún cierre fronterizo impedirá que lo sigan intentando, porque además están en su derecho de aspirar a una vida que merezca ser llamada así.

Una situación que, por otra parte, genera inquietud en una parte de la población de acogida. Y es que tenemos la fea manía de creernos que la tierra nos pertenece y lo expresamos marcando territorio hasta cuando clavamos la sombrilla en la playa y lanzamos las chanclas unos centímetros más allá para ampliar nuestra parcelita corporal de arena. Y, sin embargo, el mar nos parece ya un territorio de nadie. Lo que las aguas engullen sin que sea divisado desde la costa nos alivia de las correspondientes responsabilidades. Que se muera la gente en el mar nos hace sentir menos culpables que si nos llega a casa el problema, porque mientras están fuera de nuestro campo de visión, mientras no vemos su miedo y angustia, no nos sentimos interpelados. Para algunos la compasión es un mecanismo por control remoto.

Pensamos que la tierra nos pertenece y esta es la razón por la que se inventaron las fronteras, para que algunos jugaran a ser dios. Individuos que meten a niños indefensos dentro de jaulas y los dejan ahí llamando a sus padres entre gritos de desespero y de terror. ¿Son capaces de imaginarse muchas más cosas tan inhumanas e indecentes como lo que acaba de hacer Donald Trump con los inmigrantes mexicanos? Escapando de la tiranía de la miseria y la violencia, estas pobres familias se topan con un déspota posiblemente peor.

Es inaudito que nadie le pare los pies a Trump, que no se sancione ni se detenga de inmediato esta flagrante vulneración de los derechos humanos a la vista de todo el mundo y de la que incluso él parece sacar pecho. Lo que exhibe no es torpeza sino la crueldad propia de un ser grotesco, que con su populismo de andar por casa pretexta que la medida es por el bien de la seguridad ciudadana. Su problema es que para él todos los inmigrantes son delincuentes en potencia. Nuestro problema, el del mundo en general, es que todavía muchas personas piensan igual que Trump, o que Salvini en Italia con los gitanos, y por eso, porque desgraciadamente tienen su público, ellos pueden manejar los hilos del poder. Hasta cierto punto otros muchos empezamos a también a sentirnos, a nuestra manera, un poco náufragos.

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