Me asomé un rato a la manifestación en la plaza Weyler -la plaza más postinudita de mi ciudad- para constatar la indignación en acción y escribiéndose a sí misma a pie de la Historia. Muchos han considerado las manifestaciones de ayer, rechazando la puesta en libertad de los violadores de La Manada, como una señal de salud democrática y compromiso moral, con la víctima y con todas las víctimas de las agresiones sexuales en España; a mí la decisión judicial me hiere pero las reacciones en la calle y la mercantilización mediática se me antojan más peligrosas que la salida del trullo -esperemos que coyuntural- de esa vomitiva pandilla de delincuentes. Pregunté a algunos concentrados, entre los cuales, por cierto, distinguí a varios abogados, todos, curiosamente, dedicados a la política. Ninguno de los interrogados me explicó con claridad qué es lo que había pasado con los delincuentes de La Manada. No es muy complicado. La sentencia que los condenó hace varias semanas no es firme. Está recurrida. Se encontraban en prisión preventiva, que es una medida cautelar excepcional que, para su aplicación, debe cumplir fines muy específicos. El auto que decreta prisión eludible está motivado jurídicamente aunque, por supuesto, sea discutible en todo o en parte. Se supone que luego llegan las opiniones y que en las manifas y concentraciones de ayer se expresaban esas opiniones a pleno pulmón. Yo no lo creo. No creo en ese aserto de que las opiniones son como los culos: cada uno tiene el suyo. Sinceramente hay culos que no merecen ese nombre y algo similar ocurre con las opiniones. No: una opinión exige cierto (modesto) nivel de complejidad discursiva. Lo que observé ayer no fueron opiniones, sino reacciones, como el grito de guerra preferido de la jornada: justicia machista, respuesta feminista. Decretar prisión eludible se convertía nada menos que en un acto de justicia patriarcal, aunque los sujetos en cuestión hayan sido condenados (en primera instancia) a nueve años de prisión y cinco de libertad vigilada, más quince años de alejamiento de la víctima a un mínimo de 500 metros de distancia.

En este nobilísimo aquelarre de furias e indignaciones, conveniente y muy rentablemente escenografiado por cadenas de televisión y radio, no podían estar ausentes los políticos. El circo se monta para obligarles a salir a la pista y tropezar -no digo yo que no sea merecidamente- como payasos aturdidos. Si hasta doña María Dolores de Cospedal afirmó que como mujer se sentía consternada. El Gobierno socialista habló de "cambios serenos" en el código penal en plena gritería y, en particular, la ministra de Justicia reclamó "reformas mentales" (sic) a impartir entre los funcionarios de la administración de justicia. Para los políticos el silencio, en coyunturas como esta, no es rentable, incluso es peligroso. Y para algunas organizaciones políticas, sin duda, la sororidad ha resultado un flamante instrumento de marketing simbólico, aunque sea al precio de congelar estereotipos y llevar a una interminable revictimización a la mujer violada.

Entre la fervorosa apología del linchamiento y la turbamulta de opinadotes y tertulianos advirtiendo de una desafección ciudadana que parecía entusiasmarles se deslizaba la apelación constante a una reforma penal que jamás se explicitaba demasiado, aunque cuanto más izquierdista era el todólogo, más insistía, paradójicamente, en poner en cuestión el garantismo del sistema judicial español. Lo más sorprendente, sin embargo, estaba en la pasmosa naturalidad con la que se reclamaba la introducción (¿normativa, psicológica, procesal?) de una perspectiva de género en la administración de justicia. ¿Y por qué únicamente una perspectiva de género? ¿Por qué no una perspectiva de clase, una perspectiva multicultural, una perspectiva caballera? Durante la tarde me pareció regresar a los debates sobre los sistemas judiciales posmayo del 68. Al bueno (es un decir) de Michel Foucault discutiendo con los maoístas sobre la superioridad histórica, ética, cultural, de los tribunales populares sobre los ridículos y pequeñoburgueses personajillos togados que preservaban el statu quo. Y el dirigente maoísta: "Voy a hablar de las jóvenes a las que se rapaba el pelo porque se habían acostado con los alemanes durante la ocupación de Francia... Sí, en cierta forma era un acto de justicia popular: de hecho el comercio con el alemán, en el sentido más carnal del término, es algo que hiere la sensibilidad física del patriotismo". El pueblo no se equivoca. La normatividad siempre es sospechosa. La justicia está en la calle y no en abstrusos y machistas mamotretos. Desde hace mucho tiempo sabemos, deberíamos saber, a qué miserable y abyecto lugar conduce esto y su perfecta inutilidad a la hora de cambiar hábitos, costumbres y prejuicios ideológicos, de condenar a los culpables y de defender los derechos de las víctimas.