El mecanismo constitucional de la moción de censura que llevó a la Presidencia del Gobierno a Pedro Sánchez funcionó irreprochablemente pero hay algo, en fin, que fue muy comentado como anécdota, pero muy poco como categoría: el comportamiento de Mariano Rajoy. Este asombroso señor se mandó a mudar en medio del debate de la moción en el Congreso de los Diputados y entró en un restaurante para no salir hasta ocho horas más tarde. Pedro Jota ha visitado el reservado donde Rajoy pasó su última tarde como presidente y comprobó que en el lugar los móviles no tenían cobertura. Todo el mundo se ha reído mucho y durante varios días cayó una ligera llovizna de sarcasmos, pero nada más. En un país como el Reino Unido Rajoy debió haber dimitido al día siguiente como diputado y presidente del Partido Popular. Es intolerable que el presidente del Gobierno se mee así en el Parlamento porque su obligación política y moral -y hasta su sueldo- le tienen que llevar a seguir el debate, a defender su legado, a criticar la fragilidad (o no) de la alternativa en marcha. Pero pasa. Porque a Rajoy todo le da lo mismo.

Exactamente igual ocurre con su huida a Santa Pola para reingresar en su plaza de registrador de la propiedad. Rajoy es todavía presidente nacional del PP. Su obligación es dedicar todo su tiempo a la organización política a la que le debe todo en el muy delicado trance de buscarle un sucesor. No se trata de interferir en el proceso electoral interno o de pronunciarse, abierta o torticeramente, por alguno de los candidatos. Simplemente debe ponerse a disposición de sus compañeros y dedicar todo su esfuerzo -y la autoritas que se le presupone- a que el nuevo líder conservador lo sea en las mejores condiciones posibles. No ha sido así. Abandonó su escaño y corrió a su oficina en Alicante. Pasa ahí los días y las noches aislado e indiferente al amenazado devenir de su partido. Su cacareada renuncia al Consejo de Estado no es precisamente excepcional: en la actualidad ningún expresidente forma parte del mismo. Ni Felipe González, ni Aznar, ni Rodríguez Zapatero disfrutan de aforamiento judicial. Afirman que ha renunciado a la pensión que corresponde a los expresidentes, aunque en ningún momento tal extremo ha sido precisado por el Partido Popular ni por Mariano Rajoy. En todo caso renunciar a una pensión cuando tienes garantizados unos ingresos mínimos de 10.000 euros mensuales no representa una heroicidad.

El comportamiento de Rajoy en las últimas semanas se me antoja ligeramente espeluznante. Es un proceso de desactivación automática de cualquier sentido de la responsabilidad política e institucional que, muy probablemente, se produjo cuando supo que el PNV no le salvaría el pescuezo, pese a su delirante responsabilidad en la reconfiguración financiera del Cupo Vasco y otros regalos presupuestarios. En ese instante, precisamente en ese instante, Rajoy, siempre enamorado del refranero popular, pensó que a otra cosa, mariposa. Este país es tan idiota que cae rendido de admiración cuando un irresponsable de semejante calibre, un cínico y despreocupado desidioso se pone los manguitos porque le espera un sueldo vertiginoso gracias a unas oposiciones para semifuncionario que se sacó hace 40 años. En qué manos ha estado el país. En qué manos están los votos.