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OBSERVATORIO

Banca: entre la frenada y los acelerones

El domingo 10 de junio, un setenta y cinco por ciento de los suizos que votaron en referéndum lo hicieron contra una propuesta para que se prohibiera a los bancos comerciales "crear dinero". La mayor parte de la gente sabe que los llamados bancos centrales crean dinero. Nuestro banco central, actualmente, es el BCE, y, antes del nacimiento del euro, era el Banco de España; para los estadounidenses, por ejemplo, lo es la Reserva Federal.

Lo que desconoce la mayoría es que la cantidad de dinero creado por los bancos centrales es solo una pequeña parte del total del dinero en circulación; en la zona euro, aproximadamente el 5 %. En realidad, son los bancos comerciales los que crean la mayor parte del dinero; lo hacen cada vez que conceden un préstamo. Cuando se deposita dinero en una cuenta de un banco, éste tiene la obligación legal de mantener una pequeñísima parte en liquidez "inmovilizada" en el banco central; es lo que se conoce como coeficiente de caja o coeficiente de reservas, actualmente establecido, en la zona euro, en el 1 %. El resto puede ser libremente invertido. En la práctica, por cada 100 euros que usted deposita en su banco, éste ha de mantener una liquidez de 1, pudiendo conceder préstamos por los 99 restantes.

Cuando un banco concede un préstamo, usualmente, abona su importe en una cuenta, y con este simple apunte contable ya ha creado dinero, por una cantidad idéntica al principal del préstamo concedido. Pero, además, la cadena continúa: con el dinero que ha abonado en cuenta por el préstamo, tiene que "reservar" el coeficiente de caja, pero puede volver a prestar el resto, y así sucesivamente, generando un efecto multiplicador. Da igual que se retire, o no, de la cuenta el dinero pedido a crédito, porque nadie pide prestado, pagando intereses y comisiones, para mantener su importe en dinero líquido -lo que introduciría, además, un problema de seguridad. Si se reintegra el dinero de la cuenta será para pagar aquello que se haya adquirido (un coche, un frigorífico, una casa...) y el receptor de ese dinero lo ingresará en una cuenta bancaria. En resumen: los bancos, con el dinero de sus depositantes, dan préstamos, y con ello crean dinero; un dinero que es, con mucha diferencia, la mayor parte del que está en circulación.

Este proceso puede dar lugar a dificultades muy serias si los bancos no gestionan de forma adecuada los riesgos que asumen, porque producen problemas de estabilidad financiera, que, en último término, afectan gravemente al conjunto de la economía, tal como sucedió con la crisis financiera internacional iniciada en los años 2007 y 2008.

Los promotores del referéndum suizo, entre los que se encuentran economistas y académicos, que consiguieron reunir más de cien mil firmas para poder exigir su convocatoria, tienen la intención de cambiar el sistema actual por otro que proteja mejor el interés de los depositantes bancarios y que evite crisis financieras como las vividas. Sin duda, buenos propósitos y con un cierto atractivo para aquellos que piensan, no sin parte de razón, que la banca actúa, en ocasiones, de forma muy irresponsable.

Pero el remedio que pretendían podría llegar a ser mucho peor que la enfermedad, ya que hundiría la liquidez del sistema, generando un importante trauma financiero que también derivaría en una profunda crisis.

A pesar de que algunos son capaces de decir, y de repetir insistentemente, la enorme estupidez de que "no se debe gastar lo que no se tiene", lo cierto es que el crédito es indispensable para el mejor funcionamiento de la economía en su conjunto, y para proveer esa liquidez nada mejor que el sistema bancario.

Esto tampoco quiere decir que haya que dejar a los bancos hacer aquello que mejor les parezca, aunque para evitar que éstos cometan excesos, que terminan por pagar todos los contribuyentes, no resulta ni tan siquiera conveniente llegar a medidas tan extremas como las propuestas por los promotores del referéndum suizo. Basta con estructurar y aplicar una regulación bancaria adecuada, que garantice la correcta gestión de los riesgos, complementada con una supervisión eficaz y con una política monetaria que favorezca o dificulte, según convenga, la creación de dinero bancario.

Esto último -establecer una regulación y una supervisión bancaria adecuada- es absolutamente esencial, y, sin embargo, lamentablemente, en ocasiones se olvida.

Después del crac de 1929, en EE UU se aprobó la Ley Glass-Steagall, que obligaba a los bancos a elegir entre ser bancos comerciales, que captan depósitos y los prestan, o bancos de inversión, que solamente pueden negociar con su propio capital. El objetivo de esa ley fue que las inversiones de alto riesgo no pudieran realizarse con los depósitos de clientes que estuvieran garantizados por el Estado, y ciertamente que funcionó muy bien durante más de medio siglo, limitando la capacidad de operar de los bancos, dando lugar a uno de los periodos de bonanza económica más largos y fructíferos de la historia.

Pero el lobby de Wall Street consiguió convencer a Bill Clinton para que derogara esa legislación en 1999, y, como consecuencia, tan solo nueve años después no hubo más remedio que "rescatar" a parte de la gran banca norteamericana y, dada la contaminación producida por la globalización financiera, de forma concatenada, a gran parte de la banca de los países industrializados, entre ellos el nuestro.

Hubo líderes que, en aquel momento, manifestaron que era necesario reinventar el capitalismo y, particularmente, establecer nuevas reglas para el sector financiero. En 2010, Obama firmó la Ley Dodd-Frank, de reforma financiera y de protección a los consumidores. Una ley extensa que introdujo muchas novedades regulatorias en materias diversas, que creó organismos públicos, como el consejo de supervisión de estabilidad financiera o el de liquidación ordenada de las empresas financieras, a los que se dotó de muchos poderes.

Las medidas que se pusieron en práctica, tanto en EE UU como en otros países avanzados, perseguían tres objetivos: fomentar la eficacia y eficiencia de los mercados, dotarlos de mayor seguridad y que fueran más transparentes. Una normativa que, lógicamente, limita la capacidad de los bancos para asumir riesgos, y que, por tanto, pasada la tormenta, ni gusta ni conviene a Wall Street.

Nada más llegar a la Casa Blanca, Donald Trump dictó, en febrero del pasado año, una orden ejecutiva con la idea de desmantelar la Ley Dodd-Frank, que, no obstante, requiere de desarrollo legislativo. Un desarrollo que ya se ha iniciado, con apoyos tanto de los republicanos como de algunos demócratas. La excusa es que las normas regulatorias en EE UU son muy estrictas, por lo que ponen en desventaja a sus bancos respecto a los extranjeros. Totalmente falso; la legislación prudencial europea ha ido más lejos que la norteamericana.

Se ha empezado por diluir la llamada "regla Volcker", contenida en la Ley Dodd Frank, lo que amplía el abanico de operaciones que pueden realizar y, por tanto, les permite ganar más dinero en el corto plazo. Y también por elegir, para los organismos supervisores, a personas nombradas por Trump, partidarias de la desregulación total de las finanzas. Una desregulación que, parece, ya no va a detenerse, asfaltando un camino, quizá lento, hacia otra crisis financiera global.

No hay que pasarse de frenada, pero no conviene acelerar cuando abundan las curvas.

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