Allá en Madrid, entre los fríos invernales y las primeras amenazas de la canícula mesetaria, la ponencia para la reforma del Estatuto de Canarias del Congreso de los Diputados desarrolló sus fatigosos trabajos y los ha terminado más o menos felizmente. O eso dicen y hay que creerles. Me encantaría realizar una encuesta entre los diputados del Parlamento de Canarias sobre los aspectos estatutarios reformados en la Cámara Baja. Tengo la melancólica seguridad de que la inmensa mayoría de sus señorías no tienen maldita idea al respecto. Imagínense los ciudadanos contribuyentes, corrientes y molientes. Lo único que ha alcanzado cierta relevancia es la reforma electoral, elevada a revolución normativa realmente democratizadora de la vida política regional por una suerte de mesianismo delirante y prejuicioso. No hay politólogo serio que sostenga que la calidad democrática de un país tenga como principal criterio el sistema electoral, pero qué más da. La idea-fuerza que ha anclado en el imaginario de izquierdistas exasperados y liberales bieintencionados es que la única explicación de la prolongada continuidad de Coalición Canaria en el poder autonómico se encuentra en el régimen electoral todavía vigente. La evidencia empírica -y un análisis territorial de la instalación de los partidos en municipios e islas- demuestra suficientemente que tal suposición es esencial -aunque no totalmente- errónea. Pero conviene no retirar el chupete de la reforma electoral de ciertos hocicos, porque algunos se ponen algo violentos y te terminan tachando de filonazi o, peor aun, de despiadado apologista de la maldad coalicionera.

La reforma electoral -y en particular la disminución de los escandalosos topes porcentuales- resulta necesaria y conveniente para ajustar la representatividad de los ciudadanos en el poder legislativo, pero en absoluto mejora sustancialmente las condiciones políticas e institucionales para seleccionar, debatir y solucionar los principales problemas del país. Personalmente me resulta indiferente disponer de 60 o de 75 diputados: preferiría que se redujese la segregación escolar, que la educación infantil contase con una red de guarderías dotadas de financiación pública, que se persiguiera la explotación laboral y el precariado no se convierta en la subclase social emergente, que no se abrieran las calles de las ciudades canarias para instalar la anacronía del gas ciudad, que el desempleo estructural no siguiera siendo una coartada para subcontrataciones indecentes y salarios miserables, que una operación de rodilla para un septuagenenario no se retrasara hasta dentro de tres años y los servicios de urgencias vivan permanentemente al borde del colapso, que termine ese repugnante empecinamiento en considerar el timple y el sorondongo las principales bases de la identidad cultural de Canarias, que se aprobara una renta social básica para los ciudadanos hasta que el paro descendiera del 10%. Por decirlo un tanto groseramente: me importa un rábano la maldita reforma estatutaria y me aburre hasta el paroxismo el cambio del régimen electoral. Dejen de posar para la Historia de una vez y busquen alianzas, mayorías y complicidades para hacer política.