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Crónicas galantes

Son los robots, no los inmigrantes

Temen los trabajadores menos cualificados de Europa que la nueva oleada de inmigración vaya a dejarlos sin faena; pero el verdadero peligro acaso sean los robots.

China los está instalando masivamente en sus fábricas y hasta en la España multitudinaria en parados se calcula que estos autómatas suplirán en los próximos años a un 12 por ciento de los trabajadores que aún conservan el tesoro de un empleo. Son estimaciones de la OCDE, que algo sabrá del asunto.

Nada de eso disuade, sin embargo, a los partidarios de ponerle puertas al mar, como el gobierno populista y moderadamente fascista de Italia; o a sus colegas de Hungría, Polonia y otros países del Este. Por no hablar del Reino Unido, que se está yendo de la UE -un poco arrepentido ya, eso sí- para aislarse de la invasión; o de los USA que al elegir a Trump apuestan por ponerle muros al campo.

Como todo movimiento retrógrado, el populismo nacionalista que triunfa en el planeta es una reacción más emotiva que racional frente a un nuevo orden económico que sus líderes (y quienes les votan) no entienden.

No les entra en la cabeza que la cuarta revolución tecnológica haya reducido el mundo al tamaño de un pañuelo, poniendo al alcance del consumidor cualquier producto, con independencia del lugar en el que se fabrique. Y menos aún que no sean los inmigrantes, sino los robots, los que acaben por sustituir a la mano de obra poco cualificada.

La solución que proponen es una especie de autismo político basado en el restablecimiento de las fronteras nacionales, el freno a la inmigración y la expulsión de los trabajadores extranjeros.

Contra esta idea un tanto pueril conspiran los inmigrantes que ahora vuelven en oleadas a Europa, probablemente atraídos por la noticia -cierta o no- de que ya se ha terminado la Gran Recesión que comenzó en el año 2008. Son fugitivos de las guerras, del hambre y de otros infiernos que se apiñan a las puertas de la UE con el propósito de ingresar en lo que para ellos es el paraíso socialdemócrata.

Gracias a ellos -aunque muchos los consideren una desgracia-, la población de España aumentó el pasado año en 132.000 personas. Un dato a todas luces paradójico si se tiene en cuenta que el país batió su récord histórico de defunciones (más de 400.000) durante ese mismo periodo. De no ser por los que se cuelan a la aventura cada año desde el sur, el censo hubiera bajado en 32.000 habitantes a la vez que crece, imparable, el número de pensionistas.

Alguien tendrá que cotizar a la Seguridad Social y Hacienda ocupándose de los trabajos que los españoles desdeñan por fatigosos, molestos y/o insalubres; como de hecho ya ocurrió en otros países europeos tiempo atrás. No lo entiende así, sin embargo, una parte considerable de la población, que ve en los recién llegados una competencia desleal para los trabajadores nacionales.

Es un concepto quizá antiguo que nos remite al siglo pasado. Pronto dejará de ser impensable la idea de una factoría en la que casi todos los empleados -por así decirlo- sean autómatas capaces de sustituir a los trabajadores de carne y hueso.

Ese, y no tanto el de los inmigrantes que se ocupan de las faenas más penosas, es el problema que, más pronto que tarde, deberá afrontar una sociedad desarrollada como la española. Otra cosa es lo que digan los vendedores de burras para sacar votos.

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