La Provincia - Diario de Las Palmas

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las siete esquinas

Ciénaga putrefacta

Los poetas Shelley y Byron van paseando por la calle. Shelley ve una chimenea que echa humo negro desde un feo edificio de ladrillo. Coge del brazo a Byron y le dice: "Mira, Byron, ahora que ha empezado la Revolución Industrial, a nosotros nos toca contraatacar iniciando el Romanticismo". Más o menos, esa fue la historia que contó Jaime Gil de Biedma, hacia 1984, en el salón de actos de la Universidad. Fue en el transcurso de una lectura de sus poemas, cuando intentaba explicarnos a los oyentes que no debíamos tomarnos al pie de la letra las clasificaciones que llenaban los manuales de literatura. Ningún poeta romántico -nos dijo Gil de Biedma- sabía que era un poeta romántico. Ni nadie que viviera en la Inglaterra de 1820 sabía que estaba viviendo en los inicios de la Revolución Industrial. Los profesores de literatura enseñaban a sus alumnos que las cosas ocurrían así, pero eso no era cierto. Eran las actitudes individuales las que, pasados los años, acababan conformando un movimiento estético. Y las etiquetas se ponían muchos años después, clasificando unos hechos que nadie habría sabido etiquetar ni clasificar cuando sucedieron porque nadie sabía realmente lo que estaba pasando.

Recuerdo bien las palabras de Gil de Biedma -yo era joven entonces- porque me hicieron pensar en algo en lo que nunca antes había caído, y que no se refería solamente a la literatura sino también a la Historia. No existe un determinismo ciego que haga que las cosas ocurran de una forma predeterminada. A nosotros, que conocemos los hechos, nos gusta creer que las cosas han sucedido por una especie de ley inexorable, pero nada de eso es verdad. Las cosas suceden sin que nadie sepa por qué suceden. Y peor aún, nadie sabe hacia dónde llevan los hechos que están ocurriendo en un momento dado. Y eso ha sido así en todos los momentos de la Historia, porque nunca, nadie, ha sabido qué era lo que estaba ocurriendo ni qué era lo que iba a venir a continuación (igual que en las vidas de cada uno de nosotros, dicho sea de paso). Y del mismo modo que nadie sabe lo que pasará cuando cogemos un autobús (que puede llegar o no llegar a su destino, o explotar, o quedarse parado en una esquina, o ser secuestrado por una panda de chiflados), nadie sabe qué va a ocurrir al cabo de diez días o diez años. A lo largo de la Historia sólo unos pocos visionarios han sabido adivinar correctamente los hechos que iban a suceder, pero siempre han sido muy pocos y nadie jamás les ha hecho caso. La adivina Casandra -que nunca sabremos si existió o no- profetizó la destrucción de Troya, igual que Joseph Roth, dos mil quinientos años más tarde, supo adivinar el infierno del nazismo desde mucho antes de que Hitler llegara al poder, pero nadie hizo caso a la adivina Casandra ni a Joseph Roth, y al final Troya fue destruida y Hitler se convirtió en canciller de Alemania tras ganar limpiamente unas elecciones.

Pienso en la historia que contó Gil de Biedma sobre Shelley y Byron cuando veo las reacciones a la puesta en libertad (provisional) de los condenados de La Manada. Por supuesto que esa puesta en libertad parece un disparate jurídico, y por supuesto que ha sentado como una patada en la boca, pero ¿sabemos realmente qué otra clase de justicia puede sustituir a la que ahora tenemos? Cuando gritamos y protestamos contra esa justicia que nos parece obsoleta y patriarcal, ¿sabemos qué otra clase de justicia la va a sustituir? Porque todos pensamos que va a venir una justicia ejemplar, limpia, ecuánime y nada patriarcal, una justicia dictada por una sana conciencia del papel de las víctimas. Sí, claro, pero ¿y si no es así? ¿Y si la justicia que viene es una justicia mucho peor, sin garantías procesales de ninguna clase? ¿Y si los jueces se dejan intimidar por lo que grita la gente? ¿Y si los jueces dejan de interpretar libremente la ley y empiezan a dejarse guiar por lo que ellos "creen" que deberían ser las leyes, o peor aún, por lo que la gente que grita en la calle "cree" que deberían ser las leyes? ¿Y si desaparecen las pruebas y los testimonios, y si desaparece el derecho a la defensa, y si desaparece todo el delicado edificio jurídico que establece que toda persona es inocente hasta que no se haya demostrado lo contrario?

Leído en un tuit: "La justicia es una ciénaga putrefacta". Leído en otro tuit: "La justicia es una charca ponzoñosa". Muy bonito, sí, pero me pregunto si escribir estas cosas no está contribuyendo -sibilinamente, inconscientemente-, a que un día, sí, dentro de diez o quince años, la justicia sea en efecto una ciénaga putrefacta y una charca ponzoñosa. Con una horca en cada esquina.

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