Creo que la última precandidata al liderazgo omnipotente del PP que visitó Canarias fue esa señora que se antoja una versión de Cruela de Vil con la nariz de Miliki, María Dolores de Cospedal. Ah, aquellos maravillosos años en los que Cospedal era presentada como una progre en el universo celeste del Partido Popular. Era joven, se ponía poncho en las asambleas y al parecer -algunos militantes miraban detrás del hombro, temerosos de Dios- era madre soltera. Por supuesto esta caracterización fue fugaz. Incluso en el PP posaznarista era inimaginable una dirigente liberal, razonable y socialmente homologable a las mujeres de clase media del país con carrera universitaria y empleo propio. Así que Cospedal fue, muy pronto, una cariátide del conservadurismo más casposo, más vocacionalmente autoritario, del PP. Porque de la misma manera en la que el PSOE más próspero -el de Felipe González- era entre sus dirigentes menos progresista que sus votantes, el PP de la aznaridad era más derechista que sus electores. Que una señora tan normal como Andrea Levy sea vista como un desiderátum del aperturismo cultural del partido dice mucho de los límites ideológicos de una organización cuyo liberalismo doctrinal solo se suministra en dosis homeopáticas. En el PP no escasean los agnósticos, ni siquiera los ateos, pero el líder o la lideresa supremos deben ser católicos, apostólicos y romanos. Activamente católicos. Rendidamente católicos. Pablo Casado es de misa todos los domingos y fiestas de guardar, convencido de que su lunch de fin de semana incluye la carne y la sangre de un hipotético señor fallecido supuestamente hace unos 2.000 años.

Si en las primarias socialistas las diferencias programáticas son mínimas, si no indetectables, y en las de Podemos todo se reduce a elegir entre el mesianismo de la coleta y alguna forma de realismo errejonista o no, en el PP ni siquiera se molestan en simular diferencias. En el PP la diferencia es motivo más que suficiente para la desconfianza. Es como una falta de higiene que solo merece un mohín de asco. Por eso Margallo es un candidato inviable: muy inteligente, con una cabeza bien ordenada, intelectualmente brillante, dotado de un impecable sentido de la responsabilidad y una sólida cultura. Está muerto. Antes votan, no sé, por Manolo el del Bombo, que al menos es un verdadero patriota. El marianismo como estética -no es otra cosa- ha empapado el ecosistema del Partido Popular. El discurso debe ser una salmodia. La retórica un conjunto de obviedades huecas bien hilvanadas. Mucho cuidado con contar con un análisis. Todo análisis es disolvente y, ¿quién quiere disolverse? Ciudadanos no es un partido serio, el PSOE no es un partido democrático y los nacionalistas una horda de traidores a España, es decir, al PP, porque la idea fundamental es que el país es una sinécdoque del partido y no a la inversa. Levantamos a peso un país de trabajadores precarios, subempleados y pobres de necesidad y así nos lo agradecen. Cómo está el servicio. Ni una idea, ni un diagnóstico, ni una explicación plausible sobre la corrupción en Madrid y en Valencia que les costó el Gobierno. El PP no va a cambiar. Se sucederá a sí mismo y la máscara bajo la que se desarrolle esta operación lampedusiana es indiferente.