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OBSERVATORIO

Cuidado, que Italia no es Grecia

En 1995, en Madrid, se acordó crear el euro, que se introduciría en 1999, al dejar de existir como monedas independientes las de los 11 países adheridos, aunque se puso físicamente en circulación en 2001: más de 20 años de historia.

Se consideró que su nacimiento era el gran proyecto que fortalecería la Unión Europea. Después de diez años de una profunda crisis económica, que ha afectado a muchos de los países miembros, el resultado es que han aparecido partidos euroescépticos, populistas y nacionalistas, que han renacido sentimientos muy peligrosos que todos pensábamos superados. Los que claman por poner en cuestión el futuro del euro son cada vez más numerosos y fuertes.

¿Qué ha pasado? Lo cierto es que la arquitectura institucional de la zona euro nació defectuosa, y aunque algo se ha corregido desde que se iniciara la crisis, sigue estando incompleta. Por si todavía existe alguien que tenga dudas sobre la urgencia de abordar las reformas imprescindibles para completar la configuración del euro, solamente ha de observar la irracional reacción de los mercados a la reciente formación del singular gobierno italiano: si no se abordan las reformas, corremos el riesgo de que el euro termine por desaparecer.

El problema central es la falta de convergencia de los países de la zona euro y, por tanto, la tendencia a que se produzcan desequilibrios que terminen por producir shocks asimétricos. Por ello, una cuestión esencial es preguntarse qué se necesita para que el espacio monetario único tenga un comportamiento estable. La respuesta es abordar las reformas que permitan corregir unas debilidades críticas que, además, se interrelacionan.

Desde la perspectiva del funcionamiento óptimo de una zona monetaria común, y teniendo en cuenta que, por falta real de movilidad, no tenemos un mercado laboral integrado, hay que poner de manifiesto la ausencia de integración fiscal y financiera necesaria para hacer frente a esos shocks asimétricos, que tienen su origen en las diferencias competitivas entre países con la misma moneda, que derivan en desequilibrios de la balanza por cuenta corriente.

Por otra parte, se ciernen incertidumbres importantes sobre las finanzas públicas de muchos países de la zona euro, lo que, en ocasiones, deriva en castigos especulativos de los mercados. Un estado miembro de la UEM no dispone de un banco central propio que, en última instancia, pueda respaldarlo como prestamista de último recurso, función de la que, formalmente, carece el BCE. Los propietarios de títulos de deuda pública de países de la zona euro no sólo se enfrentan a un potencial riesgo de solvencia, lo que es normal, sino también a uno de posible "redenominación" de la moneda: si el país, por una u otra razón, sale del euro, puede devaluar su moneda.

También nos encontramos ante un conjunto de reglas, particularmente las fiscales, que, en determinadas circunstancias, pueden ser perversas, ya que son asimétricas y en la práctica funcionan de forma procíclica. La teoría nos enseña, y la evidencia ha demostrado, que cuando existe una recesión se puede combatir, por ejemplo, incrementando la inversión pública. Las normas fiscales derivadas del Pacto de Estabilidad y Crecimiento no solamente no lo favorecen, antes al contrario, introducen incentivos en sentido contrario, es decir, para que disminuya el gasto, agravando la recesión.

¿Qué se puede hacer? La solución más clara y contundente -la óptima- sería que la zona euro funcionara, en términos económico-institucionales, como un estado federal; esto es, con un sistema impositivo y de seguridad social único, con un presupuesto común, suficientemente significativo en términos del PIB de la zona, en el que se permitieran transferencias transfronterizas -con los controles sobre los gastos gubernamentales de menor nivel que se desee-, dirigido por un responsable real de la política económica común (un ministro de finanzas para la zona) y disponer de un banco central que, además de ser el emisor de la moneda, el supervisor de la estabilidad financiera y el principal actor de la política monetaria, pueda ejercer realmente como prestamista de última instancia.

Ni que decir tiene que esta solución tiene escasísimas probabilidades de materializarse, al menos en un tiempo razonable. En el fondo significaría la unión política de los países integrados.

A partir de ese reconocimiento, y de la incapacidad demostrada para resolver los problemas, hay quienes, cada vez más, abogan por renunciar al euro; hablo de un colectivo en el que se integran destacados economistas. No obstante, y aun reconociendo que las debilidades del euro son muchas e importantes, es necesario poner de manifiesto que enterrar el euro daría lugar a unos costes de transición, hacia las nuevas monedas nacionales, incalculablemente altos. Además, implicaría que este viejo continente dimite de su papel en la historia, renunciando a ser un actor, económico y político, relevante en el contexto mundial.

Por tanto, si lo óptimo no es viable a corto plazo, deberíamos conformarnos con un second best, y concentrarnos, pragmáticamente, en sacar adelante las reformas imprescindibles. A saber.

En primer lugar, se necesitan políticas preventivas, que ayuden a eliminar incertidumbres, lo que exige establecer mecanismos de coordinación macroeconómica, que den lugar a una mayor convergencia y estabilidad, favoreciendo políticas contracíclicas simétricas, que eviten cambios sustanciales de la competitividad relativa. En otras palabras, se necesita más solidaridad, compartir más los riesgos, aunque reduciendo las probabilidades de incurrir en riesgo moral.

Segundo, hay que completar la unión bancaria. La supervisión y la resolución única exigen un fondo de garantía de depósitos también único, que cuente con un respaldo incondicional, por ejemplo del Mecanismo Europeo de Estabilidad. En el ámbito financiero también se necesita un activo seguro, como los eurobonos, que pueda romper el círculo vicioso, en un doble sentido, entre las crisis bancarias y las de deuda soberana. Además, hay que hacer efectiva la función del BCE como prestamista de última instancia, y fortalecerla.

Por último, es necesario modificar las reglas fiscales de la zona euro, cambiando radicalmente el actual pacto fiscal. Es conveniente establecer una regla de gasto que mejore la claridad y la transparencia, permitiendo las políticas fiscales contracíclicas; institucionalizar la "regla de oro" de la inversión pública, de forma que ésta pueda ser financiada mediante déficits no computables, y establecer una función de estabilización de las inversiones europeas, financiada conjuntamente, que pueda compensar, a los países que lo necesiten, en momentos críticos, por la pérdida que supone la cesión de soberanía de las políticas monetaria y cambiaria.

El Consejo Europeo, según estaba previsto, se ha reunido para abordar la crisis del euro. Me temo que el debate quedará desdibujado por otra crisis importante, la de la inmigración irregular. Lamentablemente, el tiempo se acaba para acometer una reforma significativa de la zona euro.

Hace tres años, un pequeño país, Grecia, casi se vio obligado a salir del euro. Hubiera sido un drama para la credibilidad de la moneda. Ahora el foco de inestabilidad está en la tercera economía del euro; cuidado, que Italia no es Grecia.

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