Debo a la muy amena Revista General de Marina de marzo de 1995 lo que voy a narrar, resumidamente, escrito por el entonces capitán de corbeta Luis Mollá Ayuso.

El domingo 10 de marzo de 1895 amanecía, en principio, como un día más. El buque de guerra Reina Regente de unos 80 metros de eslora y 15,5 de manga, desplazaba para un calado de unos 6 metros unas 4.664 toneladas. Nadie de su dotación sospechaba que ese sería el último viaje de su vida.

Desgraciadamente la construcción de aquel buque, ambiciosa en su planeamiento, resultó, sin embargo, un cúmulo de desaciertos. El casco de acero dulce constituía toda una revolución para la época y para nuestros astilleros. El armamento, provisto de cuatro torres González-Hontoria de 20 centímetros, resultó lamentablemente sustituido por otras tantas de 24 centímetros, de más peso, que propiciaba un balanceo y cabeceo muy acusado.

Los primeros comandantes informaron bien de él e incluso ponderaron sus condiciones marineras; habría que ver en qué condiciones de mar se hicieron esas informaciones y pruebas, pues el cuarto y último en mandarlo, capitán de navío José Paredes no lo tenía tan claro, es más, recomendó el cambio de la artillería principal de 24 centímetros a la original de 20 pues en su viaje a Nueva York, con motivo del cuarto centenario del descubrimiento y regreso a Cádiz, detectó unos balanceos y cabezadas anormales para todo tipo de mares y ventarrones con los que se encuentra cualquier marino en una singladura tan larga. Terminaba su informe diciendo que el buque era bueno, siempre y cuando se subsanasen los defectos que indicaba.

Pero no se arreglaron, en España hasta que no hay una desgracia no se arregla nada, y así, con la misma falta de estabilidad con que fue construido, le llegó al buque su hora más amarga a pesar de que había una reciente real orden de reparación que así lo mandaba.

El sábado ya había hecho mal tiempo, sin embargo no era cosa de desairar más aún a la embajada marroquí que procedente de Madrid había embarcado al objeto de ser transportada a Tánger. Entonces no existían las comunicaciones de hoy y los mejores buques de la Armada eran utilizados, además de en la defensa y como medio de asegurar el transporte marítimo y la expansión colonial, como arma de prestigio, función ésta tanto o más importante que el resto, máxime cuando en el caso que nos ocupa no venía mal enseñar los dientes al incómodo vecino del sur con el que por aquel entonces nos unían unas tirantes relaciones bien disfrazadas de cordiales.

Tiempo atrás, un destacamento español en Melilla, ocupado en obras de fortificación en el fuerte de Cabrerizas, sufrió el ataque de un contingente marroquí que, entre otros, dio muerte al general Margallo, jefe de la guarnición. Este incidente puso a los españoles al borde de la guerra, situación que se evitó gracias al talante negociador de nuestro general Martínez Campos que llegó a un acuerdo satisfactorio con el vecino sultán.

Con éste motivo se destacó una comisión negociadora, al frente de la cual marchaba en calidad de embajador extraordinario un tal Sidi Brisha. Ocurrió que a la salida del hotel donde se hospedaba este embajador fue agredido por un general que pretendió, de esta manera, vengar la muerte de su compañero Margallo, por lo que el gobierno, que acababa de firmar un ventajoso tratado, se vio obligado a hacer ciertas concesiones con respecto a las indemnizaciones pactadas y naturalmente puso todo su empeño en que la embajada marroquí retornara cuanto antes a su país, evitando mayores contingencias. Por esta razón, no pareció, seguramente, buena excusa para dilatar la marcha de tan molesto invitado el fuerte viento que desde por la mañana había comenzado a soplar desde poniente, lo que por otro lado, era corriente en la zona.

El caso es que el Reina Regente, al que los gaditanos preferían llamar simplemente la Regente, bien pertrechado en todo, con casco y máquinas en excelente estado, partió de Cádiz el día 9, poniendo proa hacia Tánger. Eran las once y media de la mañana. Esa misma tarde, al anochecer, el buque recaló frente a la ciudad africana. La poca visibilidad desaconsejaba acercarse a tierra por lo que el comandante en este viaje, el capitán de navío Francisco Sanz de Andino, tomó la prudente decisión de dar el ancla en la rada y esperar la mejoría del tiempo.

En la mañana del día siguiente, el práctico se presentó a bordo con idea de emendar el fondeadero, pero por lo penoso de la faena se desestimó finalmente la maniobra. La embajada marroquí desembarcó en un remolcador del puerto, corriendo grave peligro, pues para entonces el viento refrescaba ya del suroeste y la mar de poniente barría con fuerza las cubiertas del buque.

A las diez y media de la mañana, ya con el puerto cerrado al tráfico por el temporalazo, el Reina Regente levó anclas rumbo a Cádiz, donde tenía cierta prisa por llegar, ya que al día siguiente se había de llevar a cabo en los astilleros gaditanos de Vea Murguía la botadura del crucero Carlos V, orgullo de los astilleros andaluces y de la construcción española, pues se trataba del mayor buque de combate encargado a la industria nacional, y el comandante y oficiales no querían perderse la ocasión de estar presentes en tan importante acontecimiento.

Desde tierra despiden al barco nuestro embajador en Tánger y un tal monsieur Malpertuy, del consulado francés, cuyo testimonio resultó muy valioso a la hora de reconstruir aquellos trágicos momentos, pues provisto de unos buenos gemelos observó que a unas tres millas de tierra el barco paró, arriaron por la popa lo que parecía un buzo y a la media hora siguió viaje. Para entonces la mar era ya espantosa, el viento huracanado y el barómetro en desbocado descenso a punto de alcanzar los 730 milibares. Probablemente los últimos ojos que vieron la blanca silueta del crucero fueron los de las dotaciones de los vapores ingleses Mayfield y Matheus, que en el puente de sus respectivos buques se aprestaban a embocar el estrecho de Gibraltar, esperando dejar por la popa tan tremendo temporal.

Diez días después de aquel trágico domingo, el capitán del Mayfield declaraba en la Comandancia de Marina de Barcelona, que el día 10, sobre el mediodía, y a unas nueve millas al nororeste de cabo Espartel, avistó a una milla y media un buque de guerra de dos palos y dos chimeneas al que no pudo distinguir por no llevar bandera. Pudo asegurar que daba horribles bandazos por ser el viento muy duro. Declaró también que muy cerca pasó otro vapor inglés, el R. F. Matheus que se dirigía a Savona. A eso de las doce y media, arreció el temporal que se hizo imponente, perdiendo de vista al buque de guerra. Agregó que en aquel momento el buque ya había perdido las dos vergas y los masteleros, negando que le hubiera ocurrido lo mismo con las chimeneas.

La angustia de familiares y autoridades es inenarrable. De repente, un atisbo de esperanza, llega la noticia vía telegrama de su arribada a Las Palmas, pero se desmiente ya que el que llegó fue el Reina Mercedes. Vuelve la desesperación de los seres queridos, amigos y compañeros que miran al mar en busca de una presa que se niegan a soltar y que poco a poco y en días sucesivos va arrojando a las costas restos aislados que certifican el final de nada menos que 412 hombres.

Nunca se ha sabido en qué posición se hundió. Como la tumba siempre es el mar es costumbre en tan señalada fiesta de la Virgen del Carmen, nuestra común patrona, arrojar flores en recuerdo de todos aquellos marinos de guerra, mercantes, pescadores y deportivos que no tienen lápida. ¡Que Dios los bendiga, que los bien nacidos no los olvidaremos jamás!

Pero no hay tragedia que no tenga su lado sorprendente y entrañable.

Existió un superviviente que no pudo contarlo. Se trataba de un perro, un magnífico terranova propiedad y orgullo del alférez de navío José María Enríquez, quien no tuvo la misma suerte. Ocurrió que, tras el naufragio, el animal, encaramado en uno de los enjaretados del crucero, fue visto y recogido por un buque inglés de los muchos que se alistaron para buscar los restos por la zona. El perro, adoptado ya por la tripulación que lo había encontrado, continuó navegando bajo pabellón británico por espacio de algunos meses. Con ocasión de un viaje a Sevilla, el buque recaló a la espera de práctico y marea frente a la localidad gaditana de Sanlúcar, de donde precisamente era natural el alférez de navío propietario original del perro. Este no tardó en reconocer aquel pueblo y costa y ventear algo más que inexplicablemente le atraía fuertemente; se arrojó al agua, ganó la playa y se dirigió inmediatamente a casa de los padres del infortunado oficial a los que causó una gran conmoción, además de impactar vivamente a toda la ciudad, que al poco conoció la noticia.

Ahora que vemos en la prensa a tantas mascotas, que además, prestan unos servicios tremendos a sus dueños y a la sociedad, vaya nuestro recuerdo emocionado a este can que nunca olvidó a su dueño y familia.

Y esta es la trágica historia del final del Reina Regente. Hay que añadir que al desaparecer dejó dos hermanos casi gemelos, el Lepanto y el Alfonso XIII, prototipos españoles de su antecesor que, a pesar de ser aliviados de los pesos que probablemente costaron la existencia al primero de la serie, acumularon tales defectos que eran sistemáticamente rechazados por los jefes de escuadra, por lo que fueron apartados de un servicio que, nunca llegaron a prestar.