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OBSERVATORIO

La burra al trigo del populismo

El flamante nuevo presidente mexicano acaba de manifestar que su gobierno focalizará su atención en el combate de la corrupción y en afianzar la austeridad. Su campaña electoral se había centrado precisamente en esos dos ejes, que tanto han lastrado durante décadas a la gran nación norteamericana. Otros urgentes objetivos, como el avance socioeconómico de la nación, el progreso mercantil o industrial o las complejas relaciones con su todopoderoso vecino del norte, no han merecido tanta consideración para el nuevo líder azteca. La erradicación de los delitos perpetrados desde la Administración sustenta, pues, lo principal de su discurso, que ha calado en el electorado.

No sería mala cosa que el recién elegido lograra éxito en su propósito. De hecho, sería la primera vez que el populismo latinoamericano lo consigue. Desde el advenimiento al poder de estas fogosas opciones, invariablemente apoyadas en constantes denuncias sobre latrocinios reales o ficticios del contrincante político, no se ha conocido ningún gobierno de ese tipo que haya salido inmune a la fiscalización judicial de sus propias tramas corruptas. Entre rejas están, o pronto ingresarán, los más conspicuos dirigentes de esta impetuosa corriente, condenados o acusados de orquestar negocios sucios desde los palacios presidenciales en su propio beneficio o en favor de sus partidos. La relación es inagotable: las máximas autoridades de Argentina, Brasil, Perú, Ecuador, El Salvador, Nicaragua, República Dominicana, Panamá, o Venezuela están siendo sometidas hoy en día a diligencias de investigación por su participación en graves malversaciones económicas desde los despachos presidenciales, con la propicia intervención de grandes multinacionales.

Todos esos países, además, han experimentado las consecuencias del populismo de la misma forma. Primero, padeciendo la creación de candidaturas autodenominadas populares a base de excitar el malestar de la ciudadanía por la corrupción con la inestimable ayuda de la agitación mediática sufragada por terceros estados, también populistas. Luego, desplegando desde el poder políticas de corte ideológico extremo y basadas en ademanes huecos y demagógicos, sin ocuparse de los reales desafíos de sus sociedades. Finalmente, abandonando el coche oficial para entrar en un furgón policial camino del presidio, mientras sus acólitos se dedican a vilipendiar a jueces y fiscales por su arbitrariedad, sin importarles las pruebas contundentes de sus multimillonarios saqueos.

Si el nuevo presidente mexicano alcanza la loable meta que se propone, sin duda será una meritoria excepción en todo este deplorable panorama de nuestro continente hermano. Es posible que esta experiencia acumulada le sirva para atemperar sus ideas y ser coherente con lo que defiende, algo seguro celebrarán sus seguidores. Pero indudablemente la tendencia no apunta a nada halagüeño en este sentido, sino la vuelta de la burra populista al trigo, toda vez que todos los de su estilo han desembocado hasta el momento en el mismo final.

Sea como fuere, tampoco debe preocuparse demasiado López Obrador por estos desenlaces, porque incluso donde han sucedido continúan agolpándose muchedumbres enfervorizadas para alabar al corrupto, pidiendo su inmediata liberación.

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