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Macron, máximo goleador del Mundial

Emmanuel Macron no se exhibió en el palco de la final del Mundial como un espectador apasionado. Ni siquiera como un derviche giróvago, peonza de sí mismo galvanizada por la electricidad que despedían sus tropas. Tampoco daba la impresión de haberse erigido en supraseleccionador de Francia, usurpando el cargo técnico unos metros por encima del banquillo. No, el presidente de Francia se comportó como si fuera un jugador más, con el añadido de que la victoria no podía conseguirse sin su concurso vital. Macron se proclamó máximo goleador del Mundial sin haber dado en la diana, como el torpe Olivier Giroud. Y el frenesí excesivo en Rusia se quedaría corto durante la recepción en el Elíseo. El partido muere en el minuto noventa. Insuflarle la respiración artificial de las celebraciones es una migración artificial del forofismo al fanatismo. Sin embargo, ningún ejército ha disfrutado de una recepción más entusiasta de su emperador que la selección francesa de fútbol.

La querencia napoleónica de Macron le empujaba a festejar la suerte de sus mariscales, el corso siempre indagaba si sus generales eran hombres de fortuna. El presidente francés se sentía conquistador de Moscú, había llegado donde no pudo su admirado Napoleón. En realidad, la gesta fue bastante más humilde. Un gigante de 66 millones de habitantes despedaza a una pequeña nación de cinco, y la final significaba para Croacia un triunfo comparable al Mundial para Francia. No importa, el país que inventó la abstracción siempre ha sabido sobreponerse a las cortapisas de la modesta experiencia humana.

Hasta el pasado domingo, Macron encarnaba un nuevo ejemplo del filósofo-rey. Un balón lo cambió todo, es más fácil ganar un partido con VAR que resolver la deuda o las pensiones. Por introducir un paréntesis crítico, a Zapatero no le rentó el Mundial de 2010. ¿Qué pensaría Paul Ricoeur de su discípulo transformado en ferviente goleador? Por no hablar del intento de Macron por contagiar la grandeur a jugadores reacios a cantar La Marsellesa, ante un público que abucheaba el himno en los estadios franceses. Desde Kennedy, la victoria tiene muchos padres, la celebración de un gol al día siguiente roba al deporte su magia efímera. Y suerte que España no ha ganado el Mundial, porque las celebraciones hubieran sido idénticas pero nadie se hubiera atrevido a relativizarlas. La celebración estruendosa relega a la felicidad íntima, obliga a los saltos del botarate.

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