Con esa facilidad con la que Pedro Sánchez se saca conejos de la chistera va y nos traslada ahora al vintage televisivo de los años en que mi padre se sentaba ante el televisor a ver qué iba a pasar -no que pasaba- con España. Y allí estaba la voz sedosa y el gesto zen de Rosa María Mateo para transmitir algo que empezaba a amasarse en la artesanía mass media de la Transición: la credibilidad. La periodista que emanaba sensatez hacía más digerible aquella sucesión de noticias de un jeroglífico lleno de marrullerías: la Formación del Espíritu Nacional había sido deglutida, y era el magisterio de RMM el que hacía comprensible a los españoles todo un puchero de siglas políticas, devaluaciones de la moneda, pactos, atentados, artículos constitucionales y estatutos de autonomía. En una rocambolesca operación de la máquina de tiempo, el gabinete socialista, desesperado ante una televisión pública intratable, ha rescatado a la veterana periodista como oferta de consenso para un medio podrido por la manipulación y con un agujero económico incontrolable. Volver al pasado y desechar el presente, más bien retornar al principio del principio, podría ser una medicina a respetar para frenar los intentos descarados de situar a un comisario del partido al frente del manoseado ente televisivo. Un segundo efecto deviene del poder catártico que conllevan estos nombramientos de personas ajenas al día a día de la refriega política: intenta el PSOE depositar en la pócima la pureza ideal de unos años donde la democracia amanecía. Y todo ello en un paisaje extraño: por un lado, ruedan por los suelo la ficha del rey emérito, icono desgastado y cuestionado, y por otro, se estiran las pinzas para extraer lo mejor de la cosecha de los 70-80 y empieza a caminar lo que quedó pendiente de la Transición. Se está montando un puzle muy llamativo y todavía sin nombre.
