Todos los seres humanos necesitamos que nos cuiden en diferentes momentos de nuestra vida. Pero existen dos etapas claves, la infancia y la vejez, en las que precisamos de ese apoyo especial para sobrevivir. Pues bien, según un informe de la Organización Internacional del Trabajo recién salido del horno, las mujeres acumulamos a nuestro cargo el 76,2 % de las horas de este tipo de atención, más del triple que los varones. Se estima que para el año 2030 el número de personas que requerirán atención doméstica alcanzará los 2.300 millones, una circunstancia que agudizará todavía más si cabe este enésimo parámetro de desigualdad entre los géneros. A este ritmo, se calcula que habrán de pasar más de dos siglos para acabar con las diferencias entre ambos sexos en el ámbito de los cuidados. En consecuencia, si no se abordan de manera adecuada las actuales disfunciones de esta prestación, se generará una crisis insostenible del cuidado doméstico a escala global.

Analizando las estadísticas sobre la dedicación a niños, ancianos y personas que presentan algún tipo de discapacidad, se observa que somos las mujeres quienes, prácticamente en exclusiva, nos encargamos de estas tareas. Fuentes del Instituto Nacional de Estadística confirman que el 95% de quienes carecen en España de un empleo remunerado como consecuencia de hacerse cargo de seres dependientes son mujeres, constituyendo el principal obstáculo para su incorporación al mercado laboral y, por ende, a su progreso profesional.

Salvo contadas excepciones, la costumbre y la tradición han confinado a la mujer al espacio privado y han cedido el espacio público al varón. Así, se ha venido considerando lo más natural del mundo que nosotras asumamos el rol de cuidadoras sobre el discutible argumento de que estamos más preparadas desde el punto de vista biológico, cuando lo cierto es que únicamente la construcción social de los géneros -determinando la misión que unas y otros debemos llevar a cabo en cada momento de nuestras vidas- ha desembocado en una anomalía que, en pura justicia, no puede esperar doscientos años para ser corregida. Existe también otro ámbito de actuación para el que se invoca una argumentación tan falaz o más que la anterior, que es el relativo a la limpieza, para la que desde el principio de los tiempos también estamos, por lo visto, especialmente dotadas cuando, hasta donde yo sé, la técnica a aplicar es idéntica se trate de un coche o de un frigorífico, aunque en el primer caso ellos la asuman con fervor y en el segundo, por regla general, ni se la planteen.

Tramo por tramo, cuando hablamos de la etapa infantil las mujeres sufrimos discriminación tanto por ser madres como por poder serlo, ya que las empresas nos consideran "menos disponibles" y nos penalizan por ello. La maternidad implica un coste social y emocional difícil de evaluar y repercute en todos los aspectos del día a día, alzándose como el problema de base al que nadie quiere hacer frente. Soluciones tales como la excedencia o la jornada reducida acarrean una merma de ingresos, imposibilitan la promoción futura y se traducen en brechas salariales por cuestión de género y en pensiones mínimas. La solución debe pasar inevitablemente por una adecuada conciliación familiar y laboral que incluya permisos de paternidad y guarderías y servicios públicos de calidad de 0 a 3 años, como ocurre en otros países que han solventado así sus bajos índices de natalidad.

Por lo que se refiere a la etapa senil, se adolece asimismo de suficientes residencias de mayores cuyo coste no resulte inasumible para millones de familias. Y, finalmente, el fenómeno se repite en cuanto a la atención a la dependencia, claramente deficiente por parte de todas las administraciones y cuya responsabilidad vuelve a recaer mayoritariamente del lado de las mujeres. Por consiguiente, urgen medidas inmediatas por parte de los distintos gobiernos para neutralizar este brutal desequilibrio entre géneros que nos condena a las mujeres a ser ciudadanas de segunda de aquí a la eternidad.