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Por cuenta propia

Energéticamente pobres

Una amiga lleva varios días sulfurada tras intentar en vano averiguar en qué momento su factura de 15 ó 20 euros de consumo eléctrico se convirtió en el último mes en un sablazo de más de doscientos euros por un cambio de potencia. Intentó por las buenas conseguir una explicación razonable, pero se lamenta de que nunca sabes quién está al otro lado, así que su plan B es ahora la Oficina de Consumo y la fe en que su reclamación no se pierda en el limbo de los afanes imposibles. Pagar la luz empieza a ser un cálculo más a tener en cuenta que la parte del sueldo que destinamos a la hipoteca, por eso ya comienza a barajarse como factor de incidencia en el índice de calidad de vida. Un pobre energético ya no es una especie rara, de modo que hay ahí otro negocio sostenido por los esquemas impuestos de uso cotidiano de un bien común.

Las generaciones futuras quizás observarán con curiosidad por el retrovisor de la historia el enorme impacto que ha tenido sobre nuestro entorno el hecho de que no hayamos sido capaces aún de actualizar nuestros propios hitos. Desde la Revolución Industrial no conocemos una transgresión semejante a la que tuvo la irrupción del carbón en la producción y el nacimiento de las fábricas modernas y de la energía tal como la hemos conocido hasta nuestros días. Antes de eso, el consumo de la madera y del carbón vegetal había producido una enorme desforestación, así que su sustitución abrió un hilo de esperanza. El mineral trajo actividad intensiva para la mano de obra, para la siderurgia y para el desarrollo de las máquinas, pero a la vez su incorporación nos deja escrita una larga historia de explotación laboral, precariedad y muerte en lo más hondo de las minas, y una lucha de intereses que pervive y que, según algunos actores sociales, impide dejar atrás de una vez procesos de generación eléctrica que nos siguen envenenando económica y ambientalmente.

En ese camino, el de la transición hacia energías más limpias, está ya una buena parte de la sociedad y algunas administraciones. Por ejemplo, en el Reino Unido, que fue pionero en utilizar el carbón para generar electricidad hace más de un siglo, ya han instaurado desde hace un año jornadas en las que las centrales dejan durante todo un día de alimentar las calderas con este mineral, uno de los principales causantes del efecto invernadero.

La próxima revolución, la de los usos energéticos, empieza por superar la anterior, más de cien años después, pero para que anide hay dos factores que ya han sido apuntados y que serán decisivos: la generalización de pautas de consumo responsable y eficiente y la cuestión de las infraestructuras. En el caso de la primera, es necesario fomentar el ahorro energético, aunque no será nunca a costa de encarecer un bien básico en un mercado que sigue en cierto modo cautivo y que, mucho nos tememos, se empeña en justificar unos recibos que obedecen mayoritariamente a la subvención pública del sector del carbón. Aún así, a todos nos toca hacer acto de conciencia sobre lo que realmente necesitamos consumir.

El de las instalaciones es un debate que debe abordarse ya desde este momento, porque si lo que se pretende es cerrar plantas para trasvasar el sistema hacia otros canales de producción y distribución, esa red tiene que estar pensada para entonces y en este punto no hay ahora mismo unanimidad sobre si hay que construir infraestructuras -paneles fotovoltaicos, generadores aéreos, etcétera- extensivas o, por el contrario, deben concentrarse exclusivamente en áreas urbanas o degradadas. La respuesta será una de las claves de esta transición, el salto de seguir siendo energéticamente pobres a lograr un modelo que, de entrada, nos parece, como lo parecía en su día el del carbón, socialmente más avanzado.

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