Pasaban secretarios generales, portavoces y diputados por el grupo parlamentario socialista pero Chelo seguía allí. Uno sospecha que Chelo ha terminado siendo una de las últimas señas de identidad del PSC-PSOE, del mejor PSC, el que se indignaba pero pensaba, el que atendía lo particular sin desviarse de un proyecto para vertebrar el país, el que intentó infructuosa y fugazmente construir una alternativa socialdemócrata e imbuida de canareidad en estas ínsulas baratarias, el partido generoso pero responsable, el solidario pero que sabía hacer números, el que se interesaba por la modernidad y por el que se interesaban las clases medias, las mujeres, los jóvenes. Chelo era la continuidad, la única y la última nota de continuidad en ese PSC-PSOE parlamentario que quizás un día existió y que muchos cuadros y militantes socialistas piensan, ilusamente, que sigue existiendo, cuando en el PSC y en sus alrededores no se piensa nada, no se analiza nada, no se escribe una palabra sobre nada, y se vive, como cualquier delegación provincial, a expensas de las alzas y caídas de la marca a nivel nacional.

También era Chelo una condensación de ese humor desesperado pero inquebrantable en el que no puede dejar de instalarse el que trabaja en el ecosistema selvático de la política sin ser político, alegrándose de los aciertos pero siendo incapaz de cerrar los ojos ante los errores, padeciendo los éxitos y a veces alegrándose sarcásticamente con los fracasos, profecías autocumplidas gracias a la estupidez, la ineptitud o la desidia de los dirigentes, durante muchos años hombres, por supuesto. Dirigentes a los que terminas hasta queriendo, si naces con esa grave malformación del alma que es tener corazón, como era y es el caso de Chelo, pequeños desastres sin culpa y a veces sin piedad también, a los que hay que hacer un informe, traer papeles, escuchar chistes malos, padecer asco en silencio, prepararles tilas, recordarles citas, advertirles de apuñalamientos en la próxima esquina, resumir la prensa, transcribirles a su latín secreto lo que se dice en los pasillos o en la puta calle. O encontrártela en la planta de caballeros de El Corte Inglés con cara de circunstancias y mirando al techo cada cinco minutos.

-¿Qué haces aquí, Chelo?

-Ay, compañero, acompañar a Juan Carlos.

-¿Acompañarlo?

-Es que le ha dado por venir a comprar calcetines.

-¿A las dos de la tarde?

-Es que mañana hay pleno y últimamente le da por comprarse calcetines antes de los plenos.

- ¿Para qué?

-Paraguayo. Y yo qué sé. ¿Salen los calcetines en El Capital?

Chelo recibió a media docena de promociones de periodistas y sin abusar de explicaciones les explicó más y mejor el funcionamiento del Parlamento de Canarias que cualquier diputado o profe de Ciencias Políticas y siempre lo hizo desde una complicidad cargada de ironía pero, en el fondo, realmente seria, porque Chelo podía contarte muchas cosas, pero ninguna que entrara en contradicción con su función -que ella convirtió en un oficio- de secretaria del grupo parlamentario socialista. Secretaria, sí. La que guarda los secretos. Lo hizo durante más de 30 años con una lealtad exquisita que a veces parecía un deporte de alto riesgo y otras una broma hilarante. Ahora se jubila y si la gente se pone nerviosa, si llueve una menuda posma de agradecimientos y elogios, si se le abraza y se le felicita es porque estamos nerviosos: Chelo es insustituible. Trabajadora, madre y, saben, socialista.