La Provincia - Diario de Las Palmas

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LAS SIETE ESQUINAS

El gran chapuzón

Es probable que conozcan el cuadro. Lo pintó David Hockney en 1967, cuando estaba pasando una temporada en casa de unos amigos, en California, y le puso un título muy sencillo, El gran chapuzón. Lo que se ve no es mucho: un trampolín, una piscina, una casa de líneas aerodinámicas, una silla vacía, dos palmeras, y la gran salpicadura del agua en la que alguien acaba de zambullirse, no sabemos quién. Es un cuadro extraño en su aparente sencillez: es hiperrealista y al mismo tiempo geométrico, colorista y al mismo tiempo sombrío, bello y siniestro a la vez. Retrata cosas que tenemos delante de las narices, pero esas cosas emiten una irradiación inquietante, como si pertenecieran a un mundo del que han desaparecido los seres humanos. Y aun así, cuando Hockney pintó ese cuadro quizá sólo pretendía captar el hedonismo y la felicidad de una piscina en una moderna casa californiana. La vida al sol. La indolencia. El verano.

No olvidemos que en 1967, cuando Hockney pintó ese cuadro, el verano conservaba una cierta aureola aristocrática y no se había convertido aún en ese innoble mejunje low cost que conocemos hoy. Las piscinas simbolizaban el sueño moderno de una vida hecha para el ocio y la prosperidad (dos conceptos que el verano fundía en uno solo gracias al turismo). En 1967, además, había muy pocas piscinas y la mayoría sólo se veía en las películas. En Mallorca, la promesa de ver una piscina en todo su esplendor era algo comparable a lo que hoy en día sería visitar un islote perdido en Sumatra. Recuerdo la gran piscina de Ca n'Escalera, en Cala Estància: era enorme, tenía una especie de escalinata -quizá predestinada por el nombre de la mansión- y cuando uno daba unas brazadas creía estar en medio del mar. Puro Hollywood, sólo que aquí al lado.

Cuando hace mucho calor, como en estos días, suelo usar el cuadro de Hockney como una especie de aire acondicionado portátil: lo busco en el móvil, lo miro un rato y enseguida noto que el calor, de algún modo, se vuelve más tolerable y más civilizado. Y también pienso en ese cuadro cuando me entero de las inevitables noticias veraniegas sobre el balconing y los turistas borrachos de s' Arenal y Magaluf. Hace pocos días, en el último episodio de la saga Balconing, un turista británico se cayó de un sexto piso en Magaluf mientras "estaba haciendo de vientre", como dirían los abuelos de 1967 que llevaban a sus nietos a bañarse a la piscina de Ca n'Escalera. Si miro el cuadro de Hockney, todo parece tan perfecto y tan intocado que los humanos estamos de más: el mundo simplemente está bien hecho. Pero luego pienso en ese pobre homínido de Magaluf que ha sufrido una especie de regresión evolutiva que ni siquiera le permite percatarse del peligro de un balcón (por mucho alcohol que haya bebido, el problema de este hombre ya no es etílico, sino etólogo, porque afecta a la conducta y a las relaciones con el medio de unos seres humanos que están sufriendo un deterioro cognitivo que los hace mucho más tontos que sus abuelos o sus bisabuelos).

Y entonces vuelvo a mirar el cuadro. Veo las líneas perfectas de la piscina de Hockney, la casa aerodinámica, las palmeras, el trampolín, el chapuzón. Y luego imagino el ruido, las borracheras, el reggaetón, las discotecas con rayos láser y los feos edificios invadidos por una horda de bárbaros que juegan a ser King Kong. Y el verano elegante de la piscina de Hockney, ese verano silencioso que prometía una modernidad razonable y acogedora, de pronto se convierte en la visión apocalíptica de una manada de homínidos tirando una mesa desde el balcón de un hotel, o del pobre tarugo que se cae de un sexto piso al intentar "hacer de cuerpo" (eso también se decía en 1967), o de las lanchas ultrarrápidas que pasan muy cerca de la orilla sin preocuparse de los bañistas ni de los niños ni de nada, porque están de vacaciones y ahora estamos en verano y hemos venido aquí a ser felices y todo está permitido y además nada importa y nada dura y nada tiene consecuencias.

En muy poco tiempo, quizá en apenas diez o doce generaciones, muchos animales se adaptan a las nuevas situaciones del entorno y empiezan a desarrollar una nueva tendencia evolutiva. Los enormes siluros que los pescadores soltaron en los ríos hace apenas veinte o treinta años ya han empezado a cazar palomas y patos como si fueran orcas asesinas atrapando focas en la Patagonia. Y quizá nosotros, los humanos, ya hemos empezado el lento declive evolutivo que nos aleja de las bellas piscinas de Hockney, que parecen un teorema cartesiano, para lanzarnos al mundo indeciblemente feo y tonto y superpoblado de s 'Arenal y Magaluf.

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