La Provincia - Diario de Las Palmas

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las siete esquinas

Por una carretera rural

A la puesta de sol, por una carretera rural, me cruzo con una mujer y una niña africanas que están mirando un campo de cultivo (de fresas, creo). La playa no está lejos, a unos dos kilómetros, y supongo que la mujer y la niña han ido caminando hasta la playa, se han dado un baño y ahora vuelven al pueblo en el que viven. Puede que sean cinco o seis kilómetros de trayecto, o incluso más, pero en África se camina mucho y cinco o seis kilómetros no son casi nada. Y ahora, frente al campo, la niña le está señalando algo a su madre (porque todo indica que son madre e hija), y las dos se han parado a mirar ese punto indeterminado del campo de cultivo, recién abonado, por cierto.

Supongo que habrá gente que vea en estas dos mujeres africanas a unos invasores peligrosos que han venido a destruir la sociedad y la cultura occidental, y que pronto colapsarán los servicios sociales y nos costarán un ojo de la cara. Puede ser. Pero cualquier persona con un mínimo de humanidad sólo puede ver a dos personas -en este caso madre e hija- que por primera vez en su vida pueden llevar una vida medianamente decente. Una vida, por ejemplo, que incluya la posibilidad de ir a darse un baño a la playa. O volver caminando tan tranquilas por la carretera sin que nadie las ataque o las viole. Y más aún, una vida en la que la niña le pueda señalar algo a su madre sabiendo que las cosas que las rodean -casas, colegios, carreteras, campos de cultivo- significan que viven en un mundo en el que los sueños, a veces, se hacen realidad.

Por las redes sociales circulan rumores apocalípticos, disfrazados de noticias, alertando de que hay 100.000 africanos desesperados a punto de entrar ilegalmente en España. No creo que sea verdad, pero es innegable que millones de africanos tienen la vista puesta en Europa y que muchos de ellos querrían venirse a vivir aquí. Y es normal que sea así, porque nadie querría vivir en unos países controlados por una cleptocracia inútil que saquea los recursos naturales y roba a manos llenas y condena a la población a una vida sin ninguna clase de esperanza. Sin políticas de natalidad, sin expectativas de futuro, sin una economía digna de ese nombre, cualquier persona con dos dedos de frente sueña con largarse a otro sitio y con cambiar por completo de vida. Y por si fuera poco, en muchos países los odios interétnicos entre musulmanes y cristianos se están convirtiendo en guerras civiles de baja intensidad. En estas circunstancias, emigrar como sea no es una cuestión de expectativas ni de sueños de futuro, sino de simple supervivencia.

Eso significa que los inmigrantes -ahora los llaman migrantes, no sé por qué- seguirán llegando durante mucho tiempo. Y eso significa que los rumores malintencionados y la sensación de amenaza -o de invasión- seguirán yendo en aumento. Hay sociólogos que sostienen, con muy buenos argumentos, que la inmigración siempre es positiva para una sociedad dinámica, pero quizá esos cálculos se refieren a una sociedad en la que abundaba el trabajo más o menos digno y en la que no existía la amenaza de la robotización. Hoy por hoy, será muy difícil aceptar a miles y miles de recién llegados que van a disputarse los escasísimos puestos de trabajo -precarios y mal pagados- con unos europeos autóctonos que ya viven en muchos casos al límite de la resistencia. Las visiones ingenuas que hablan de una integración armónica sin consecuencias negativas de ningún tipo probablemente sean tan engañosas como esas otras que nos hablan de invasiones apocalípticas y de la decadencia de Occidente y de la caída del imperio romano. Las dos, me temo, son sesgadas y parciales y las dos le dan la espalda a la realidad. Esa madre y esa niña se han integrado muy bien y viven sin problemas y han logrado realizar un sueño que en realidad no nos ha costado nada, o en todo caso muy poco. Pero también es evidente que ningún país europeo podría albergar a los millones de inmigrantes que sueñan con vivir aquí. No hay economía que lo soporte ni Estado del Bienestar que lo resista. Y además, la sensación de vivir en una economía que se tambalea y en una sociedad que ya no puede dar más de sí contribuyen a la paranoia y al rechazo hacia los recién llegados. Piensen en Mallorca, donde la sensación de ahogo es intolerable. Pues bien, añadan 200.000 o 300.000 personas más, todas dispuestas a quedarse a vivir en la isla.

¿Qué se puede hacer? No lo sé, supongo que nadie lo sabe. Pero desde luego no sirven de nada ni las políticas buenistas que no tienen en cuenta los hechos ni las visiones apocalípticas que exageran y manipulan los hechos. Quizá lo único que valga sea la inteligencia, una inteligencia realista que sea capaz de calcular los beneficios y los inconvenientes. Y con ella, la compasión, una compasión que sepa ver el bien que les ha hecho a esa mujer y a su hija poder vivir aquí. Suponiendo, claro está, que todavía existan la inteligencia y la compasión entre nosotros.

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