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OBSERVATORIO

Inmigración ilegal, soluciones

El debate sobre la inmigración, preocupante en el fondo y en la forma, se está llevando a cabo desde posiciones que, como sucede normalmente en este país nuestro, se forman desde planteamientos emocionales e influidos por la necesidad de identificarse cada cual en un lugar del espectro político. Derecha e izquierda, represión y libertad, dictadura franquista -que sale siempre- y republicanismo ilustrado. Muchas opiniones se ubican en el extremo hasta tal punto que cuesta encontrar una reflexión sobre las consecuencias del fenómeno, la capacidad para acoger a los que vienen de forma ilegal y los efectos de esta llegada masiva y anunciada como incontrolada. Un asunto de tanta importancia es abordado desde la emotividad y la ideología, no la razón y la realidad. Y se divide entre buenos y malos, conforme a lo correcto al uso, olvidando que en el término medio suelen estar la virtud y la eficiencia.

Los buenos, según mérito autoatribuido, exigen permisividad plena en la entrada de inmigrantes, sin límite alguno, ni condición. Quieren que el Estado, es decir, todos, les doten de viviendas que, algunos han dicho, han de ser expropiadas a sus propietarios si no las tienen ocupadas. Una forma de atacar la propiedad privada. Que el Estado permita el trabajo ilegal, los manteros por ejemplo. Que el Estado conceda subvenciones directas y ofrezca sanidad y educación gratuitas. Que, y ahí hay algo extraño, se les conceda el derecho al voto, adoptando medidas que aceleren su concesión.

Los malos, en esa diferenciación que se ha hecho, quieren regular la inmigración, vincularla a los puestos de trabajo ofrecidos, niegan derecho alguno a la ilegalidad laboral, exigen devoluciones a sus países de origen a quienes no se encuentren en los supuestos previstos por la normativa vigente. Y ponen el acento en que no hay recursos suficientes para conceder vivienda y subvenciones, como lo demuestra el hecho de una sanidad que cierra servicios, que mantiene listas de espera agotadoras, que sostiene pensiones insuficientes, etcétera. Dar lo que no se tiene es la base del rechazo a la bonhomía.

Es evidente que el problema es grave y que la bondad y la maldad, elevadas a categoría conceptual, no sirven para encontrar una solución que deben brindar los responsables del Gobierno. Y ahí falta una respuesta que sea coherente y adecuada al reto que supone una inmigración masiva y a una calle que está soportando cambios que afectan sobremanera a muchos, directa o indirectamente. No querer verlo es ceguera. Imponer soluciones drásticas, cualesquiera que sean, es inadmisible. La radicalización de la sociedad, visto el desamparo de buena parte de ella derivado de una crisis no resuelta aún, es un hecho y cada vez más se expresan posturas que, de extenderse, generarán el nacimiento de sentimientos poco sensatos.

Es una realidad que la inmigración ilegal no reporta ningún beneficio a nadie y que, por el contrario, genera efectos negativos para todos. Los llegados no pueden trabajar legalmente, ni se les puede legalizar libremente en el ámbito europeo. Así, de trabajar, lo han de hacer en b, sin aportar a la Seguridad Social ni pagar impuestos. A su vez, lógicamente, aceptan trabajos y salarios muy bajos, generándose el efecto de provocar el descenso generalizado de los mismos, lo que supone que los trabajadores españoles, para competir con los ilegales, han de aceptar los mismos salarios si quieren trabajar. Una competencia cierta cuya ocultación debería explicarse. Trabajo sumergido y bajos salarios sin solución alguna ante el hecho de su ilegalidad. Si se dedican a los oficios de venta ambulante, lo hacen sin los requisitos exigidos a los nacionales, sin pagar impuestos, perjudicando con ello a quienes sí lo hacen, que se rebelan por lo que les toca. Los inmigrantes ilegales están obligados a permanecer en ese círculo oscuro de la supervivencia que genera efectos perniciosos para nuestro sistema laboral. Permitir ese mundo paralelo no es la solución. Ignorar la ley, tampoco, por muchas razones humanitarias que se aduzcan.

A su vez, estos trabajadores ilegales, que no generan beneficios para el sistema, reciben toda la asistencia pública necesaria, desde la sanidad a la educación o subsidios que en ocasiones son superiores a las pensiones de muchos jubilados, viudos o parados.

La realidad es esta y las reacciones, humanas por parte de quienes no reciben lo que se otorga a otros o sienten los efectos derivados de la ilegalidad en sus carnes. No es xenofobia, sino reacción ante la merma de lo propio. Otra cosa, estoy seguro, pasaría si no hubiera paro, si la sanidad y la educación fueran un modelo y si las pensiones no rozaran en algunos casos el mínimo para vivir fuera de la indigencia. La acusación de xenofobia es excesivamente gruesa cuando la cuestión es meramente económica. Repartir lo poco es duro y la condición humana siempre se muestra en estas situaciones.

No hagamos política con este tema y no confrontemos la palabra. Busquemos soluciones viables y sensatas. Todo lo demás es pura demagogia y populismo que, a la postre, agrava el problema, no lo soluciona. Si no se hace así, el tiempo se encargará de demostrarlo. Basta salir a la calle para comprobarlo.

José María Asencio Mellado. Catedrático de Derecho Procesal

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