En su intervención del pasado 17 de julio en el Congreso, en la que expuso el programa de gobierno que no había presentado durante el debate de la moción de censura, Pedro Sánchez señaló que su objetivo prioritario era "reconducir la grave crisis institucional en Cataluña". Añadió que se proponía hacer política, sin ceder en la defensa de la Constitución, allí donde la norma había sido la confrontación. Días después, en una rueda de prensa celebrada en la Moncloa, precisó que la crisis catalana exigía paciencia, pedagogía y generosidad, pues no se iba a resolver en uno ni en dos años. El jefe del Ejecutivo se comprometió a no abrir ninguna vía judicial más y mostró una confianza plena en convencer a los independentistas para que abandonasen sus planes.

Pedro Sánchez parece fiar el éxito del empeño a sus dotes para la persuasión. El encuentro con Torra y la negociación bilateral emprendida insufló optimismo en su ánimo y cierta expectativa en la opinión pública. Pero la tensión concentrada en torno al lazo amarillo no tardó en enrarecer ese clima político. El próximo martes, el presidente de la Generalitat pronunciará un discurso en el Teatro Nacional de Cataluña al que se le está concediendo la máxima solemnidad. Aunque los detalles de su contenido está protegidos por un secretismo total, Torra ha dado en sus declaraciones públicas de estos días pistas suficientes sobre su orientación política. En una entrevista concedida a un periódico digital ha proclamado que el Gobierno que preside es independentista y trabaja por la independencia. En diferentes actos ha insistido en que el punto de partida de cualquier diálogo es el resultado del referéndum del 1 de octubre y la posterior declaración de independencia, y que está a la espera de la respuesta prometida por el Gobierno español a la demanda del pueblo catalán de ejercer el derecho de autodeterminación que le pertenece.

La presión sobre el Gobierno español, tanto del independentismo como del PP y Ciudadanos, ha crecido hasta el punto de que el presidente se ha visto obligado en Colombia a hacer un paréntesis en su plácida travesía para acotar el espacio de una posible negociación y advertir al presidente catalán de las consecuencias de sus actos. Pedro Sánchez intenta someter a la Generalitat al orden constitucional del Estado español, mientras Torra deambula por los límites de la legalidad, saltando con frecuencia al otro lado, con la república catalana en la cabeza. De manera que por el momento no hay un punto de encuentro desde el que avanzar hacia la salida de la crisis. Y será así hasta que el independentismo deje de ser independentista o sea abandonado por sus votantes. Pedro Sánchez se ha encontrado con que su interlocutor en Cataluña lo es exclusivamente para pedirle un imposible en las actuales circunstancias. Esta es la razón por la que su actitud tiende cada vez más a ser la misma que exhibió su antecesor, Mariano Rajoy, consistente en hacer amonestaciones y blandir leyes.

El desafío catalán se hace mayor y, sea cual sea su desenlace, requiere un gobierno fuerte en Madrid, máxime si se confirman los negros presagios hechos por Puigdemont. El presidido por Pedro Sánchez es, por el contrario, el más débil de los formados desde la Transición. Su endeblez no estriba únicamente en su reducido apoyo parlamentario o en su dependencia de los grupos independentistas en el Congreso, sino en su cuestionada autoridad moral y en su estrategia política partidista. El barómetro del CIS que situaba al PSOE en solitario por delante de sus competidores en la permanente carrera electoral, publicado en medio de la apoteosis de su llegada al Gobierno, refleja también que Pedro Sánchez suscitaba desconfianza en una mayoría de españoles y que su actuación les merecía un suspenso, excepto entre los votantes del PSOE. Las constantes rectificaciones, negándose a admitir que se han producido indicios de descoordinación y de discrepancias internas, la improvisación de algunas propuestas y decisiones, moldean la imagen de un Gobierno inseguro, sin consistencia, mal equipado para afrontar en solitario un problema con la enorme envergadura que tiene el catalán.

La debilidad del Gobierno español se acentúa por la decisión reciente de Pedro Sánchez de apartar al PSOE del PP y de Ciudadanos, a los que reúne bajo la etiqueta de "las derechas", remarcando la distancia que le separa de ellos. Pero la realidad es que llegado el caso su colaboración resultaría imprescindible para imponer la ley. El Gobierno, por ejemplo, no podría aplicar en solitario el artículo 155. La polarización que domina hoy el discurso político en España, en el que abundan los descalificativos, los desplantes y las amenazas, ha interrumpido por completo el flujo de votos que había entre los tres partidos, tan saludable para el buen funcionamiento de la democracia.

Después de un año sin nuevo gobierno por los vetos de los partidos y de un gobierno caído en su segundo año en una moción de censura, los españoles tenemos un Ejecutivo carente de la autoridad política que reside en una mayoría parlamentaria leal y de la autoridad moral que dan la coherencia y otras virtudes, demasiado liviano ante el peligro que representa la cuestión catalana para la cohesión política de la sociedad española. Por qué Pedro Sánchez se propuso hacer un cambio de época y domar la ira separatista con un gabinete minúsculo y solo socialista es una pregunta que invita a múltiples especulaciones. Ahora corre el riesgo de quedar perdido en su soledad, entre sus adversarios y los independentistas. Tendrá que encomendarse a su instinto de supervivencia. Señales de un giro en su política con el Gobierno catalán ya las ha dado. Los españoles juzgarán si su prioridad estuvo en Cataluña o fue antes el porvenir de su partido.