Una mañana de verano y eres capaz de contenerte ante una ristra de tercetos encadenados. Una tarde casi de otoño, no por la temperatura pero sí por el calendario, en la que dudas después de leer la última novela de Eduardo Mendoza. Y las dudas no son peyorativas, las dudas son fruto de la acumulación de lecturas, de la capacidad para decantar lo que es bueno de lo que puede resultar regular o simplemente oficio. Y es que a don Eduardo le ocurren, a veces, cosas así. Recuerdo su tercera entrega, una mala copia de El misterio de la cripta embrujada, cosa de las secuelas. Mendoza le pidió a un gran amigo suyo y conocido mío, que le hiciera la crítica en El País. A su amigo, mi conocido, que tristemente no está con nosotros desde hace casi una década, no se le ocurrió otra cosa que escribir una crítica sincera y certera: estuvieron sin hablarse muchos años. Eduardo quería una crítica salvífica, pero no lo dijo; su amigo, mi conocido, quería ser auténtico, pero tampoco lo dijo pero lo hizo. Me sirvió de lección a la hora de opinar y escribir sobre los libros de los demás, amigos y conocidos: jamás pontificar, antes no escribir que maldecir, siempre cariño, acercamiento y generosidad.

Y la otra noche, después de temores varios, de huidas del cine y del DVD, encontrarte y atreverte con la película Truman y quedarte pasmado y entusiasmado, porque una cinta en la que está Ricardo Darín siempre te lleva a la estupefacción alegre. Darín no falla porque es capaz de transportar su interpretación a esos escondrijos donde lo sublime parece tan sencillo que te enamora para siempre.

Son las cosas bonitas, pequeñas, como canta Serrat, pero tan sublimes que borran de un plumazo la vida cotidiana que mancha los periódicos, que ensucia los informativos de las radios y de las televisiones. Hace unos días el periódico El País abría a dos columnas con una bella historia en la que se contaba cómo García Márquez le regaló a la editora Beatriz de Moura Relato de un náufrago cuando su editorial estaba más que naufragando, "te voy a hacer rica", relataba con belleza Juan Cruz. Esta semana, el grupo editorial Prensa Ibérica cumplía cuarenta años y lo celebraba en Las Palmas de Gran Canaria, donde nació. Allí estuvimos, orgullosos de escribir cada semana en sus cabeceras. Cosas bonitas, para que los agoreros de las caídas del papel, del libro y de sí mismos, sigan teniendo trabajo.