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OBSERVATORIO

Pensar lo increíble

En 1863 tuvo lugar la primera expedición organizada por el gobierno de los Estados Unidos para que once jefes indios de las llanuras, cheyenes, arapahoes, kiowas y comanches se entrevistaran con el Gran Padre, el presidente Abraham Lincoln. El viaje tenía además la ladina intención de apabullar a los jefes indios mostrándoles el poder del hombre blanco, y desanimarles de cualquier esperanza de éxito en su guerra para evitar la colonización de sus tierras.

En efecto, aquellos jefes indios, como todos los que formaron parte de las sucesivas expediciones organizadas durante los veinte años siguientes, quedaban abatidos ante el ingente número de hombres blancos, la altura de sus "tipis de piedra", la extensión de sus vías ferroviarias y la inmensidad de sus ciudades. Y como habían previsto los responsables del gobierno federal, regresaban descorazonados por el irresistible poder de la nueva nación blanca.

Pero pese a la autoridad sobre sus pueblos, aquellos jefes no solo no conseguían que les creyeran, sino que cuando narraban cuanto habían visto quedaban completamente desacreditados entre los suyos, que les daban por trastornados por "la medicina del hombre blanco", que les había robado el coraje con delirios increíbles sobre tipis de piedra altos como montañas, o campamentos de hombres blancos más numerosos que los bisontes de las grandes manadas.

Hicieron falta muchas muertes y casi treinta años de guerras para que el ejército de las Estados Unidos les dejara ver la realidad de ese poder que indefectiblemente iba a expulsarles de sus tierras y acabar con su forma de vida, conduciendo sus pueblos a la extinción o a una dolorosa decadencia.

Puede parecernos que aquella ingenuidad incrédula era un rasgo de la estrechez del mundo de las tribus de una de las últimas civilizaciones de cazadores recolectores sobre el planeta. Pero el caso de los intelectuales europeos de la segunda mitad del siglo XX, que desde su militancia o afinidad marxista visitaban la Unión Soviética y regresaban reafirmados en la promisoria y épica benignidad del régimen de los sóviets para la felicidad del género humano, debería hacernos reconsiderar si la candidez de los indios americanos procedía de su primitivismo o de una incapacidad para salir de su marco mental que compartían con la intelectualidad europea, liderada por sujetos tan poco ingenuos como Sartre, por ejemplo.

En efecto, el afamado filósofo francés viajo a la URSS en 1954 y a su regreso declaró a la prensa internacional que "la URSS es el país en el que hay más libertad". Hicieron falta los tanques por las calles de Praga aplastando a libres y felices ciudadanos de la civilización soviética para que Sartre admitiera cierto desencanto. Así que al iconoclasta e hipercrítico filósofo de la vanguardia parisina lo aventajaron aquellos jefes indios de las praderas en su capacidad para admitir lo increíble para ellos.

Por supuesto que hubo excepciones como el filósofo Russell o el escritor Gide o el artista Breton, pero no fueron ellos los que marcaron el paso de la opinión pública de las clases medias ilustradas y universitarias europeas de su época. Incluso cabe preguntarse si cuando hicieron saber sus reservas, bien es cierto que muy recatadamente, no padecieron de similar desprestigio ante quienes atribuyeron su cambio de opinión al influjo de alguna "medicina" del hombre capitalista.

Cuando ya al final de su vida le preguntaron a Sartre por esa obtusa incapacidad para ver la realidad, el filósofo contestó que en aquellos años "se prohibía pensar mal" de la URSS, y que "un intelectual tiene necesidad de encontrar algo a lo que aferrarse y yo encontré eso como tantos otros". Sorprende, desde luego, que un abanderado del nihilismo europeo admitiera que necesitaba poder aferrarse a algo, pero seguramente fue una confesión sincera: no es posible vivir ni pensar sin poder creer en algo. La pretensión de no tener más certezas que las evidencias comprobadas es una ingenuidad de imposible realización.

Si alguien pretendiera semejante cosa no podría dar crédito a ninguna otra persona y necesitaría ser capaz de verificarlo todo por sí mismo para asumir las certezas más elementales. Al respecto de la verdad y de lo que se puede creer, la existencia real requiere la buena fe de suponer la buena fe ajena con carácter general. Lo contrario, es decir, suponer la mala fe ajena, solo es posible con el estatuto de lo excepcional, por frecuente que sea. La propia hipótesis -bastante increíble, por cierto- de un genio maligno que todo lo falsea, solo es posible en el contexto de la buena fe general.

En realidad, de la misma manera que solo podemos ver lo que podemos reconocer, solo podemos saber lo que podemos creer. Es cierto que esa correspondencia es móvil, y aprendemos cosas que amplían nuestras certezas al mismo tiempo que nuevas creencias nos permiten saber más. No obstante, cuando se nos impone la evidencia de que algo increíble es real, en medio de la experiencia de no poder creérnoslo todavía, la ampliación del cerco de lo creíble nos arranca las lágrimas de que la realidad sea más increíblemente triste o feliz de lo que éramos capaces de concebir.

Pensar con libertad y estar abierto a admitir lo que se tenía por imposible requiere del hábito de asumir la posibilidad de lo increíble y de no tomar el cerco de las propias creencias por inexpugnable. Ahí radica, para mí, la secreta afinidad entre la fe religiosa y la genuina libertad de pensamiento: en poder creer en cosas increíbles sin perder la conciencia de lo increíbles que son. Por ejemplo, si alguien cree en la resurrección de los muertos, la reconocida imposibilidad de lo que se cree mantiene abierta la porosidad de sus creencias, que no se esclerotizan porque no pueden evitar admitir su propia improbabilidad, y de ese modo mantienen fertilizada y flexible la inteligencia con el hábito de lo inesperable.

El tópico tan indubitado entre nosotros de la imposibilidad de simultanear la libertad de pensamiento y la fe religiosa, me parece una de esas cosas a las que hay que agarrarse para no poner en tela de juicio todo lo que se cree.

Higinio Marín. Filósofo

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