La inflación de libros sobre la suerte de acontecimientos azarosos y brutales que hicieron de Franco un superviviente dictatorial en la posguerra democrática europea podría tener una segunda parte, a no ser que el gabinete de Sánchez corte de raíz las dudas que le turban en la operación de traslado de los restos del generalísimo. El exceso de celo por tener todo atado y bien atado posibilita un culebrón bajo una leyenda acorde con el invasivo Halloween: cómo una momia puede crear turbulencias en una democracia, y además estimular un Franco, capítulo II. El encuentro entre Calvo y Paroli, mano derecha del Papa, no sólo ha dejado tras sí la estela de la búsqueda de una extraña bendición católica a la acción gubernamental, sino que también ha mostrado cuán interesada puede ser la Iglesia. Los socialistas se acercaron a por lana al purpurado y salieron trasquilados. Obtener una palabra del Vaticano en contra de la pretensión familiar de enterrar a Franco en la Almudena no es tan fácil. Están en juego el pago del IBI por los inmuebles eclesiásticos, las inmatriculaciones, el acuerdo educativo, la revisión del Concordato y unos casos de pederastia pendientes de investigar. Y la prueba de que el Vaticano quiere concesiones a cambio de promover un lugar alejado para el caudillo está en que, de manera inusual, la diplomacia papal ofreció de inmediato, para evitar interpretaciones, su versión sobre la entrevista de Calvo con Paroli. El poder religioso -y en España lo es aún- se lava las manos y traspasa la responsabilidad de la tumba final a la familia y al Gobierno. Tener el aval papal hubiese sido fabuloso, pero Maquiavelo no ha muerto. Una vez al desnudo la postura aparentemente neutral de San Pedro, el Ejecutivo recurre a lo que tenía que ser su seña de identidad desde el principio: la ley que impide honores a los dictadores en lugares como la Almudena.
