Hace casi tres lustros sufrí en mis propias carnes una experiencia personal que habría de marcar mi futuro. Varias estancias hospitalarias precedieron a la muerte de mi madre y aquel período que ambas compartimos me sirvió para comprender que hay otros mundos en los que la enfermedad, la soledad y el dolor son compañeros inseparables. Mundos frecuentados por cuerpos enfermos que se sienten solos y desamparados. Mundos habitados por profesionales de la Medicina y la Enfermería, por voluntarios, por religiosos y por empleados de las áreas más diversas que, en la mayoría de los casos, son un modelo de entrega y solidaridad. Mundos en los que familiares y amigos están sometidos al yugo inexorable de los horarios de visita. Mundos temporal o definitivamente alejados de la felicidad, de la tranquilidad, de la cotidianidad.

Desde entonces, siempre me he preguntado por qué no nos educan para la muerte desde que somos niños. Si la única certeza con la que nace el ser humano es la de saber que más pronto o más tarde morirá, no sería tan descabellado que existiera un protocolo educativo que nos sirviera para afrontar de un modo positivo tan inevitable realidad. La larga etapa de aprendizaje que durante nuestra infancia tiene lugar en las aulas sería la más idónea para que nos informaran y nos formaran, junto al resto de materias tradicionales, sobre la comprensión y posterior aceptación de nuestra caducidad innata. Sin duda, nos ahorraríamos mucho sufrimiento y sería la mejor orientación para valorar nuestra vida en su justa medida y aprovecharla intensamente.

No hay duda de que la muerte es una constante fuente de preocupación para el ser humano. Pocas son las personas que no tuercen el gesto cuando se aborda este tema y, en función de la postura que adoptan al respecto, las divido básicamente en dos grupos. El primero lo integrarían quienes dicen no temer el momento de su despedida terrenal. El segundo, los que se horrorizan ante la perspectiva del final de su existencia. En todo caso, unos y otros compartimos la misma sensación de vacío interior ante el fallecimiento de un ser querido. Exigimos respuestas. Necesitamos consuelo. Muchos tenemos fe. Otros, los más fieles defensores de la máxima "ojos que no ven, corazón que no siente", abogan por la negación total. Nada de hospitales, nada de tanatorios, nada de cementerios, intentando con esa actitud protegerse en vano del dolor. Los menos acuden a gabinetes de videncia movidos por el ansia apremiante de contactar con sus muertos, de darles un último beso, de zanjar conversaciones interrumpidas bruscamente cuando se baja el telón. La suma de todas estas circunstancias me lleva a considerar que nuestra fragilidad ante el tránsito más desconocido por excelencia, seamos mujeres u hombres, jóvenes o mayores, creyentes o ateos, nos convierte en alumnos cualificados para recibir clases de la trascendental asignatura pendiente de aprender a afrontar la muerte.

Personalmente, en estas festividades de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos recordaré a quienes me precedieron en el paso a la otra vida de idéntica forma a como lo hago a diario. En mi mente y en mi corazón siguen estando junto a mí. Siento su presencia y su aliento día a día. Guardo su ejemplo como el bien más preciado y trato de no defraudarles con mis actos allá donde estén. Y mientras sus nombres, que son mis nombres, luzcan sobre el negro y brillante mármol, seguiré acudiendo al camposanto a honrarles como se merecen y a mantener en perfectas condiciones su última morada terrenal. No sé dónde están sus almas, pero sí sé que lo que queda de sus cuerpos, que tantas veces besé y abracé, reposa bajo una tierra que, mientras no me fallen las fuerzas, exhibirá orgullosa, a salvo del barro y de las malas hierbas, los colores y los aromas de la naturaleza.

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