La Provincia - Diario de Las Palmas

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OBSERVATORIO

De ideales y realidades

Decía Marx -don Groucho, por supuesto- que, partiendo de la nada y con mucho esfuerzo, la humanidad había llegado a alcanzar las más altas cotas de miseria. Así es. Discúlpenme que recurra a la ironía, pero siempre será mejor que despotricar con obscenidad. Y es que hay que tener unas buenas tragaderas para aceptar que saquemos provecho de las guerras y, al mismo tiempo, nos quede vergüenza suficiente para alardear de nuestra caritativa solidaridad. Efectivamente, eso es miseria humana.

Los conflictos bélicos son un buen negocio y, Arabia Saudí, el mejor cliente con el que pudiéramos soñar. Obviamente, si nuestro interés como país es seguir lucrándonos con la muerte. Situarnos en la séptima posición del ranking exportador armamentístico no es tarea fácil, y, por ello, puede ser aconsejable mantener buenas relaciones con el segundo importador mundial. El régimen saudí ofrece muestras de una intensa adicción a la adquisición de máquinas para matar. Dinero no les falta y pueden permitirse dilapidarlo en lo que les venga en gana. Su gasto militar ya alcanza el 10,3% de su PIB y, en apenas cinco años, han pasado de la cola del top ten a poner en riesgo el liderato hindú, adquiriendo el 10% del mercado internacional. Nada extraño, por tanto, que en Gran Bretaña o en Francia les sigan aplaudiendo las gracias y suministrándoles armamento. Tampoco que lo hagan los liberales y socialdemócratas de bella estampa y mejor labia, como Trudeau o Sánchez. Dinero es dinero.

En ocasiones, la realidad se maquilla hasta tal extremo que acaba por herir la inteligencia media. Todo sea por mantener las conciencias tranquilas, porque de esto va el asunto: vender armas sin responsabilizarse del coste que conlleva en vidas. Supongo que recordarán que, hace apenas un mes, el Gobierno español ratificó el envío de 400 bombas a los saudíes. Eso sí, material tan selectivo que permitía matar solo a los malos. Al menos así lo afirmaba la portavoz del Ejecutivo, Isabel Celaá, asegurando que los petarditos de marras "no se van a equivocar matando a yemeníes" porque son de alta precisión. Parecerá una patochada, pero su respuesta fue efectiva. A nadie le importó mucho el destino final de bombas "inteligentes", mientras aquí seguimos con nuestras historias domésticas.

Del negocio de la guerra, los españoles sacamos algún rédito económico. Como parte de un estado, nos beneficiamos todos sin excepción y aunque no lo deseemos. Las bombas de segunda mano o esas cinco corbetas que la empresa pública Navantia está construyendo para los árabes, acaban por dejar algo en la caja. Ojo, que no es cosa menor. ¿Qué son para la defensa nacional de otros países? No se engañen. Cuando menos los proyectiles, tienen por objetivo a Yemen, un país en guerra desde 2015 y en el que a los muertos por el conflicto hay que añadir la terrible hambruna que sufre. Según Naciones Unidas, nos encontramos ante la peor situación de absoluta carencia de alimentos conocida hasta la fecha, afectando a nada menos que la mitad de la población yemení. Los proyectiles podrán dirigirse a objetivos militares, pero el hambre que conlleva la guerra acabará con la vida de millones de inocentes. Cuestión de decidir si queremos seguir siendo parte activa en esta masacre.

Los ingresos vienen a compensar gastos de los servicios que disfrutamos cada día. Con mayor o menor conciencia, es muy posible que ya tengamos las manos manchadas de sangre. Pero, ojo, que eso no es bueno ni malo; dependerá de cómo se mire, que diría Pau Donés. La cuestión estriba en quitarnos la careta y dejar a un lado la hipocresía. Habrá que decidir si vale por igual la vida de los 7.000 millones de humanos que habitamos en este planeta o, por el contrario, hay diferencias. Un servidor lo tiene claro, pero la triste realidad es que, mientras sigamos jugándonos los cuartos con quienes se dedican a arrasar naciones, mantendremos nuestro habitual fariseísmo. Para seguir en las mismas, más vale decirlo alto y claro: esas vidas nos importan un rábano. Si así fuera, miremos decididamente hacia otro lado y dejémonos de lamentos. Si no -y ojalá optemos por ello-, despertemos a la realidad de una jodida vez. Guste o disguste, el tema va con nosotros y no solo con quienes nos gobiernan.

El brutal asesinato de Jamal Khashoggi y las matanzas cometidas en Yemen obligan a replantearnos la calaña de nuestros compañeros de viaje. Quizás ahora empecemos a tomar en mayor consideración lo que ocurre más allá de nuestro jardín. El problema para nuestras pulcras conciencias es que somos parte activa de lo que sucede por aquellas tierras. Si con Irak se montó la marimorena por el mero hecho de enviar misiones de apoyo logístico y humanitario, o por ceder el uso de bases militares, ahora aportamos directamente los medios de destrucción. Eso sí, nosotros no pulsamos el botón rojo. Solo pasamos el cepillo, por si hay algo que recoger.

Acepto que, en este tema, hay muchos más intereses y pueden ser contrapuestos. De acuerdo, pero no puede aceptarse el argumento de que somos un país serio y cumplimos nuestros contratos, porque lo firmado no es válido cuando conlleva muertes a doquier. Menos aún cuando nos pasamos por el forro la normativa europea sobre comercio de armas. Por mucho menos, hace dos años no le vendimos chalecos antibalas a los libios. Tampoco sirven de pretexto los 12.770 millones de euros que obtendrán las empresas españolas por construir el AVE entre Riad y La Meca, los 1.500 millones por la refinería de Ras Tanura, ni los 6.000 empleos que generará la construcción de las cinco corbetas en Cádiz. Hagan análisis de costes y vidas, y no una simple balanza comercial. Traduzcan el dinero en esos términos y, si aun así compensa, pues a por ello. Al fin y al cabo, toda conciencia tiene un precio aunque, en esta ocasión, dudo que valga la pena vender el alma al diablo.

Dice Pedro Sánchez que "la política es convertir los ideales en realidades". Me gusta la frase, aunque la decisión adoptada por el Gobierno de España se aleje mucho del deseo que manifiesta su presidente. Simple retórica porque, a la vista de los hechos, es la realidad la que sigue ahogando a los ideales.

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