En un momento de la noche del 23 de febrero de 1981, en el Congreso de los Diputados donde permanecían secuestrados por el teniente coronel Antonio Tejero el Gobierno y casi todos los parlamentarios, se dio orden de que salieran a la calle los últimos periodistas presentes. Es curioso. La mitad -calculando por lo bajo- de los periodistas que conozco hubieran salido corriendo. Aquella noche no. En nombre de todos tres periodistas fueron a parlamentar -era lo apropiadamente impropio- con el capitán de la Guardia Civil Jesús Muñecas: María Antonia Iglesias, Pedro Calvo Hernando y Miguel Ángel Aguilar. Propusieron a los ocupantes que se quedaran ellos tres y dejaran marchar a los demás. Muñecas dudó algunos segundos pero casi de inmediato les contestó que se fueran todos. Luego miró fijamente a Aguilar y quizás levantó la mano:

-Usted no. Usted se puede quedar. A usted lo tenemos procesado.

Y en efecto, a Aguilar lo tenían procesado por un artículo titulado "La Guardia Civil no se rinde", publicado en Cambio 16 en enero de 1977. Lo procesó un tribunal militar. Porque en esta terrorífica dictadura turca en la que actualmente vive España se ha olvidado que hasta finales de los años setenta los militares tenían sus propios órganos jurisdiccionales y podían empapelar a quien quisieran. Aguilar quiso quedarse, embargado por una cólera fría, pero los compañeros lo arrastraron a la calle y apresuraron el paso hasta ganar el vestíbulo del Hotel Palace.

Todo esto y muchas cosas más lo cuenta Aguilar en su deliciosa -y ajustada- biografía periodística, En silla de pista, que más que un ejercicio de memoria íntima, es una lección práctica de lo que significa una vocación periodística cuando se confunde con el ritmo de la respiración. En el caso de Aguilar de una respiración vocacional pausada, tranquila, inagotable y educadamente terca. Es un texto asombrosamente vacío de narcisismo, esa enfermedad ocupacional que comparten grandes profesionales e irrelevantes meatintas, y dotado de una precisión en los hechos (horas, fechas, protagonistas, palabras) que es marca de la casa. En España el periodista es invariablemente un héroe (soy un truhán, soy un señor) dispuesto a la gloria del sacrificio o un individuo que quiere alcanzar la inmortalidad literaria garrapateando artículos de una ignorancia enciclopédica. Miguel Ángel Aguilar no pertenece a ninguna de esas grandes estirpes y se ha dedicado, básicamente, a contar lo que ocurre y, a veces, por qué está ocurriendo. Escribe estupendamente, pero desconfía de la metáfora en la construcción del discurso periodístico, y sus hallazgos expresivos tienen una raíz conceptual ("en una de las épocas en que manteníamos buen trato Pablo Sebastián y yo, dimos en pensar, en línea con el Génesis, que no era bueno que el diario El País estuviera solo") lo que no les resta un ápice de divertida puntería. El columnismo de Aguilar no es una excusa para la expresión literaria ni busca logros estilísticos. Es un articulista en la tradición británica y estadounidense: quiere exponer y analizar un hecho o un proceso para comprenderlo bien y hacérselo comprender al lector. Desde la buena información, la capacidad crítica y la ironía como método de distanciamiento.

No sé ya si el periodismo está muerto o vivo. Sospecho que ni una cosa ni la otra. El periodismo se ha zombificado envuelto en el sudario de crisis económicas, sociales y culturales. Lo que queda es un poco de extraña nostalgia por lo que no se ha vivido y esa hermosa declaración final de Aguilar: no es ni será nunca "ni del victimato ni de la cofradía del Santo Reproche". Quizás eso haya sido finalmente un periodista: una coherencia viva e imperfecta entre una ética personal y un oficio en el que aprendes que todo es finalmente arrasado por el tiempo, por el poder, por la indiferencia o, lo que lo mismo, por el olvido. Gracias maestro.