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Abogacía del Estado, otra víctima

El cambio de calificación de la Abogacía del Estado en el proceso frente a los secesionistas catalanes no responde a una ordinaria interpretación jurídica. Que los sucesos acaecidos en Cataluña hace un año sean o no delito de rebelión es discutible y dependiente de la forma en que se valore la exigencia de la violencia. Concluir tras la instrucción un delito de rebelión o de sedición no es extraordinario, pues la línea que los separa en este caso es tenue. Pero, hacerlo tras mantener hace escasas fechas lo contrario, conclusa ya la fase sumarial y sin que hayan ocurrido hechos relevantes desde un punto de vista procesal, no soporta un análisis jurídico mínimamente serio.

Es posible sostener, sin riesgo de error, que la calificación de la Abogacía del Estado, acusando solo por sedición y malversación medial y derivando la responsabilidad civil a la jurisdicción contable, privando de esta competencia al Tribunal Supremo al no haberla ejercitado tampoco la Fiscalía debiendo hacerlo conforme a la jurisprudencia, no deriva, por tanto, de un posicionamiento jurídico, sino político, siendo su origen las instrucciones recibidas del Gobierno. No hay justificación jurídica ninguna, sino una operación de más hondo calado que no pasa solo por golpear al instructor Llarena, sino por abrir cauces a la libre absolución en el futuro.

Nada ha importado poner en entredicho al Tribunal Supremo ante los tribunales belgas y alemanes, a los que ahora el Gobierno otorga la razón frente a la Justicia española. Es lo que se pretende afirmando la inexistencia de rebelión, de modo que se cierre la puerta a órdenes de entrega o extradiciones de los fugados por el mismo y creando, además, un estado de cosas dirigido a que mañana los tribunales internacionales anulen la posible sentencia española. El Gobierno, al apostar por sus intereses políticos y en una confrontación con el Poder Judicial que no se ha plegado a sus órdenes, ha abandonado al Tribunal Supremo a su suerte, lo ha deslegitimado y cerrado filas con los magistrados europeos que han desechado nuestras peticiones una y otra vez. Ha colaborado con aquellos que nos tildan de antidemocráticos y dañado seriamente la imagen de las instituciones judiciales españolas. Nada de lo antes dicho por Sánchez y su partido tiene valor. Todo es humo y relatividad, sin que importe ni siquiera el Estado.

Haber acusado por rebelión, sin modificar lo antes sostenido y cambiar, en su caso, la acusación tras terminar el juicio a la vista de las pruebas, era formalmente admisible si de los hechos apareciera la inexistencia de violencia, no descartable para la fiscalía tampoco. Más estético y razonable. Menos hiriente y retador. Más positivo para una institución, otra más, que este Gobierno daña en su imagen. Incluso podría haber servido a los fines que se pretenden. Pero, no bastaba esto. Era necesario mostrar lo que un gobierno democrático no puede frente al Poder Judicial.

El Tribunal Supremo, a la vista de las acusaciones y si no cambian posteriormente, podrá condenar por el delito de rebelión. Pero, sin duda, las diferencias entre las dos instituciones del Estado, la que representa a la sociedad y la ley, la Fiscalía y la que lo hace al Gobierno, la Abogacía del Estado, tendrán consecuencias de futuro y no cabe dudar de que, ante los tribunales internacionales, de continuar este Gobierno, la posición española sería favorable a revocar una condena por rebelión si es la que dicta el Tribunal Supremo, siendo posible una absolución de los en su caso condenados. Ahí puede estar la clave del pacto oculto y la explicación de la maniobra procesalmente ahora carente de fundamento. Nada es gratuito. Nadie da puntadas sin hilo y no parece que Sánchez haya ordenado una operación que afecte a su imagen a cambio de nada. Basta ver las reacciones moderadas del secesionismo. El Tribunal Supremo vuelve a ser presionado para que evite la condena por rebelión. O lo hace por sedición o se arriesga a una revocación que apoyará España contra su Tribunal Supremo. Está anunciado. No verlo es ceguera.

Tras el escenario, pues, se esconden muchos interrogantes, demasiados, que solo pueden conocer quienes representan la obra sin revelar los personajes principales y el guion que se desarrolla. Las maniobras no son meras apariencias, sino cargas de profundidad. Y hay mucho de política, pero también de ego y cuentas pendientes.

Dialogar, insisto de nuevo, es bueno y necesario. Pero, en el marco de la ley y respetando al Poder Judicial, no poniendo en entredicho su imagen ante la comunidad internacional. Hay margen para el acuerdo, mucho. Pero son exigibles sensatez y fortaleza, ambas, y no anteponer los intereses inmediatos a lo que es un problema grave que precisa de visión de futuro. Eso es lo que no acaba de comprender este Ejecutivo y sus circunstancias. No tiene fuerza para imponer, pero tampoco para negociar. Su debilidad imposibilita que sea la solución, cualquiera que esta sea y, desde luego, no lo es atentar a las instituciones o afectar a su autoridad moral. No es tan poderoso un Gobierno en un Estado de Derecho. El Código Penal lo aplica el Poder Judicial y en España existe la acción popular.

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