En su último libro, El tiempo pervertido, Esteban Hernández afina su aparato conceptual para describir las transformaciones del espacio de la política en este convulso estadio de capitalismo financiero globalizado y rampante, que se está deshaciendo de la democracia parlamentaria liberal como de un peso muerto e inútil. De la democracia parlamentaria y liberal, eh, no de la triple paridad. Hernández -es una denuncia en la que ha insistido, por supuesto, inútilmente, en libros y artículos- intenta poner a la izquierda en su sitio, y su sitio ya no es el rincón de pensar. La izquierda -argumenta Hernández- está obsesionada consigo misma y vive instalada en sus fantasías. Unas fantasías empapadas en convicciones jamás reflexionadas, en la vieja y casi entrañable superioridad moral, en la fragmentación de sus demandas y sujetos de cambio, en la pululación de retóricas identitarias. Frente a eso las nuevas derechas y los populismos reaccionarios, xenófobos y misóginos son capaces de articular un discurso con capacidad transversal que convence, seduce o engatusa a las clases medias y medias bajas y a un porcentaje nada desdeñable del precariado, los desempleados y los excluidos sociales. La culpa es de la democracia, la culpa es de los inmigrantes, la culpa es de la izquierda o, aún mejor, de todos los infectos políticos que vampirizan nuestros bolsillos y nuestras esperanzas. Y se lo compran. Quizás no sea del todo falso eso de que no hay nada más tonto que un obrero de derechas. Pero sí lo hay: alguien que cree que todavía existen obreros. Trabajadores, subempleados y parados, a millones. Obreros -y la estructura de clases industrial que hacía culturalmente posible la conciencia de clase- ya no.

Y lo más preocupante de la izquierda -se me antoja muy difícil no coincidir con Esteban Hernández- es esa actitud de ojos cerrados para no afrontar la puñetera complejidad de la dinámica social actual y la pueril convicción de que puedes construir una alternativa a tientas con mucha, pero mucha buena voluntad. La ideología no es útil a la hora de describir y evaluar los problemas. Cuando se habla de los gobiernos de izquierda en el sur de Europa ni Grecia ni Portugal son ejemplos demasiado estimulantes: ya quisiera griegos y portugueses, por ejemplo, disponer de un sistema sanitario público como el español, incluso después de ser tan rudamente golpeado por la crisis y las restricciones presupuestarias. Personalmente lo que más me pasma es la sentimentalización del discurso político por unas izquierdas cuyo principal cambio narrativo es haber pasado de la épica -con la música de las grandes revoluciones y conflictos sociales al fondo- al melodrama bienpensante o la comedia ligera. Del Novecento de Bertolucci al Plan Hidrológico Nacional de Pere Portabella.

Para resistir a lo que viene -y lo que viene es una derecha fascistoide y una izquierda de veleidades revolucionarias, ambas patrióticas, ambas tribales, ambas reclamándose antiestablishment- sería conveniente que las fuerzas políticas que defiendan los principios básicos de democracia representativa, las libertades públicas y el mantenimiento del Estado de Bienestar lleguen a acuerdos: sobre educación, sobre el blindaje del gasto en I+D+i, sobre la estructura territorial del Estado o el sistema de financiación autonómica. Un conjunto de reformas estructurales que también sería imprescindible consensuar y materializar en Canarias a partir del nuevo marco político y jurídico que supone el Estatuto de Autonomía de Canarias. Es un instante estratégicamente muy delicado para este país -como para el resto del mundo- en que el deberían excluirse la encumbrada, amenazante, ensordecida resistencia a los cambios o el frentismo mesiánico. Por supuesto que soy muy escéptico. Esteban Hernández también. Pero él es un gramsciano y eso siempre es un consuelo.