Aceptémoslo: la desaparición de un personaje tan plural, expansivo y cercano como el optometrista José Gilberto Herrera Peñate (Las Palmas de Gran Canaria, 1945/Madrid, 2018), popularmente conocido por Berto, acaecida el pasado 10 de mayo, días después de su regreso a Madrid tras un largo viaje desde China, y al que esta tarde se le tributa un merecido y multitudinario homenaje en los salones del Club Náutico, no admite otra respuesta que la constatación del hondo vacío que nos ha dejado una personalidad tan singular; sobre todo entre quienes lo tuvimos siempre como un amigo fiable, sin aristas ni dobleces, empático, franco, generoso, conversador infatigable, altruista, ingenioso, consecuente y, por encima de todo, transparente como el cristal. Una virtud que lo situaba a años luz de esa miríada de individuos ajenos por completo a cualquier suceso que no se ajuste a su alicorta e interesada noción de la convivencia. Berto, por el contrario, mostró siempre una actitud invariablemente generosa, a través de la cual establecía una relación de estrecha y cálida receptividad con su entorno.

Supo expandir su optimismo vital y sus mordaces ocurrencias con la prodigalidad, confianza y desenfado de quien se sabía, en el fondo, plenamente correspondido por el afecto general que le dispensaba la copiosa nómina de admiradores incondicionales que se granjeó a lo largo de toda su vida merced a su proverbial bonhomía y a su carácter excepcionalmente apacible, afectuoso, y conciliador. Su firme disposición a participar activamente de cualquier iniciativa que tuviera por objeto agrupar a un puñado de amigos alrededor de una buena mesa para entablar inacabables tertulias, regadas de buen vino, que giraban alrededor de los temas más candentes relacionados con el ámbito social, deportivo, cultural y político, se convertiría, a la postre, en una de sus prácticas favoritas.

Y a pesar de que por circunstancias absolutamente ajenas a nuestra voluntad no nos frecuentáramos durante los últimos años con la regularidad que hubiéramos deseado -alguna vez nos telefoneábamos para conjurar que nuestro afecto recíproco permanecía intacto- la imagen de Berto siempre conservó su propio rincón en nuestra resquebrajada memoria como un signo inequívoco de la fortaleza afectiva que alimentó, durante muchas décadas, nuestra relación y la de muchos otros amigos que hoy ya peinan canas y que, con mayor o menor aflicción, recuerdan hoy su figura como la de alguien que, a diferencia de esa legión de cenizos que nos torturan de día y de noche con sus incalificables majaderías, contribuyó a alegrar nuestras vidas con ese inagotable catálogo de ingeniosos chascarrillos con el que ironizaba continuamente sobre todo lo que acontecía a su alrededor. El deporte, la política, el arte, el humor y el buen yantar fueron, insisto, algunos de los asuntos que capitalizaban las animadas tertulias transversales en las que participaba.

Alguien muy cercano a su círculo más íntimo, que aún no ha superado el fuerte impacto que causó la noticia en nuestra ciudad, me lo expresaba, con manifiesto pesar, hace algunos días, mientras alabábamos al unísono las virtudes que adornaban la risueña y animosa personalidad de nuestro común amigo: "Triana -calle donde se ubica la popular óptica que regentaba tras la muerte de su padre- ya no será la misma sin su emblemática presencia. Formaba parte integral del paisaje humano de la zona, de su ambiente, de su particular morfología. Por eso, y por su comportamiento ejemplar como ciudadano y empresario, merecería algún tipo de reconocimiento oficial de la ciudad como gesto de gratitud hacia un ser humano -y ser social- irrepetible". "Evidentemente -añadía- entre los personajes que merecerían este tributo está nuestro entrañable Berto a quien le sobran méritos para hacerse acreedor a tal distinción"

Recuerdo momentos, particularmente conflictivos, en los que nuestro héroe, como era de esperar, mostraba su verdadera medida como ser humano mediando como improvisado pacificador en agrias y encarnizadas disputas nocturnas de las que no siempre lograba salir airoso. Aborrecía la violencia, las discusiones gruesas y los enconamientos entre sus amigos, de ahí que buscara siempre el sosiego en medio de la crispación en su intento porque prevaleciera la distensión, el humor y la transmisión de valores positivos, aunque estos vinieran a menudo envueltos por la proverbial socarronería que le caracterizaba. Así pues, decir adiós a Berto Herrera equivale a despedirnos de un importante referente en nuestra vida afectiva, un recuerdo imborrable que seguirá intacto en nuestra memoria hasta el día que llegue nuestro ineludible final.