Por unanimidad y después de dos días de deliberación, el jurado popular del Caso Pioz emitió recientemente su veredicto, declarando al joven Patrick Nogueira -acusado de asesinar a sus tíos y a sus primos de uno y cuatro años- a tres penas de prisión permanente revisable. Como era de esperar, la repercusión mediática de este proceso ha sido muy notable y tanto las cadenas de radio y televisión como la prensa escrita se han hecho eco de la noticia, reviviendo una vez más la polémica que acompaña a este particular modo de hacer justicia. La próxima cita de este tenor tendrá como protagonista a Ana Julia Quezada, asesina confesa del niño Gabriel Cruz y mucho me temo que se abrirá de nuevo la veda del amarillismo.

El hecho cierto es que la figura procesal del jurado es una de las opciones que un sistema jurídico puede escoger para resolver determinados conflictos, a diferencia de la vía clásica, que la deja en manos de un solo juez o de un tribunal compuesto de varios magistrados. Procede del Derecho inglés y aboga porque cualquier ciudadano de a pie pueda participar en la Administración de Justicia. En el caso de España, compete al propio juez admitir o no a trámite las denuncias o querellas y controlar cada uno de los cauces del proceso, circunscrito exclusivamente a asuntos penales. Asimismo, intervienen el Ministerio Fiscal y los abogados, tanto de la defensa como, en su caso, de la acusación particular.

El debate social en cuanto a la conveniencia de esta figura ha permanecido latente desde el mismo momento de su implantación en 1985. La controversia que genera su utilización es manifiesta y, mientras sus defensores argumentan que se trata de una solución democrática que evita los posibles abusos de algunos jueces profesionales y que constituye la única senda de participación ciudadana en el Tercer Poder, sus detractores se centran en el riesgo de manipulación que corren una serie de ciudadanos sin conocimientos jurídicos (requisito sine qua non), expuestos a dejarse arrastrar por las emociones en detrimento de la razón. Estos "jueces sustitutos" son extraídos de las listas del censo electoral de cada provincia con una periodicidad de dos años y el deber que contraen es inexcusable, salvo las causas previstas en la citada ley. Para cada juicio se procede a seleccionar a un número de ellos no inferior a veinte ni superior a treinta, de entre quienes, en el momento procesal oportuno, el fiscal y los abogados intervinientes eligen a quienes intuyen más proclives a sus intereses.

Al margen de su anacronismo, varias son las razones que avalan mi postura contraria al jurado popular, pero la principal es que no concibo que un valor tan trascendental como el de la libertad dependa de nueve personas sin una preparación específica adecuada, pese a que no pongo en duda ni su buena voluntad ni el ánimo de acertar en su decisión. Con el máximo respeto hacia cualquier miembro de un jurado y sea cual sea su profesión -arquitecto, profesora, camarero, empresaria, parado o jubilada-, mucho me temo que no esté preparado, no sólo para emitir un veredicto de inocencia o de culpabilidad, sino para tener que motivarlo jurídicamente de forma obligatoria. Precisamente fue en esa falta de motivación en la que se basó la jueza del Caso Pioz para devolver al jurado el acta del veredicto contra Nogueira, al considerar que (como, por otra parte, es lógico) algunas de sus respuestas no estaban bien razonadas. En definitiva, creo que prescindir de jueces profesionales que han dedicado no pocos años de sus vidas a cursar la carrera de Derecho y a aprobar una oposición de Judicaturas que les habilita para impartir justicia es, en lo personal, una frivolidad y una insensatez y, en lo profesional, una amenaza para la salvaguarda de determinados Derechos constitucionales, particularmente el relativo a no sufrir indefensión.