La Constitución fue un pacto entre las élites franquistas más inteligentes, que disponían del poder y el control institucional, y las fuerzas democráticas -mayoritariamente de izquierdas- que disponían de legitimidad política. El trasfondo socioecónimico era el de un país que se había convertido en una potencia industrial respetable, con unas amplias clases medias y un discreto pero creciente nivel educativo. Una sociedad más diversa, exigente y rica que ya no podía seguir siendo gobernada por una dictadura cuartelera, ni siquiera bajo la máscara de la tecnocracia opusdeísta. Porque, además, España vivía descarnadamente una crisis económica que sacudía un modelo de crecimiento progresivamente ineficiente e ineficaz. El ascenso económico de los últimos 20 años se había interrumpido. Se negoció, se pactó y se consensuó un texto constitucional que, hace hoy exactamente 40 años, fue sometido a referéndum y aprobado por una amplísima mayoría, aunque con una abstención de más del 30%.

Todo el esfuerzo de deslegitimación de la Constitución de 1978 -y el ominoso régimen que articula- se nutre de la mistificación de ese "pacto en los despachos" encaminado, lampedusianamente, a cambiar las cosas accidentales para que lo fundamental no cambie en absoluto. Un libro de Juan Carlos Monedero, La transición contada a nuestros padres, sintetiza casi inmejorablemente toda esa bellaquería derogatoria, que parte de un sistema valorativo binario: la ruptura con lo malo siempre es buena; la reforma, en cambio, siempre merece la sospecha de una traición. Al parecer la heroica sentencia condenatoria sobre el pasado de los discursos de Podemos e IU -por cierto: el PCE participó en la ponencia constitucional y pidió el voto a favor en la calle- entiende que todo lo que no fuera fusilar a Franco, disolver el Movimiento y encarcelar a los generales de las tres armas era pusilanimidad pacata, pactista, patatera. La Constitución debió hacerse por las gentes en sus casas y sus centros de trabajo, a ratitos. En reciente artículo Joseph María Castellà recordaba el origen histórico de otras constituciones democráticas: "La Constitución japonesa de 1947 fue redactada por los juristas del Ejército americano e impuesta a la Dieta por el general McArthur. La Ley fundamental de Bonn se aprobó por un Consejo con representación de los territorios, bajo la supervisión atenta de las tres potencias vencedoras (tras haberse desgajado la parte controlada por los soviéticos, la llamada República Democrática Alemana). Ni en una ni en otra hubo Asamblea constituyente electa por el pueblo ni referéndum de ratificación. El general De Gaulle hizo redactar la Constitución de 1958 a un consejo en el que había parlamentarios y luego fue ratificada en referéndum. Los redactores de la Constitución americana de 1787 o la canadiense de 1867 no representaban realmente a toda la población de entonces (mujeres, indígenas, esclavos), no digamos a la de ahora. A pesar de esos vicios de origen, el We the people que encabeza la Constitución de 1787 sigue incluyendo a los ciudadanos estadounidenses de hoy, que la sienten como propia. La posibilidad de reformar la Constitución ya implica que cada generación tiene en sus manos actualizarla, respetando la obra de los founding fathers".

Es razonable sostener que la Constitución de 1978 necesita reformas relevantes. Pero para fortalecer derechos y libertades y redefinir el modelo territorial del Estado, no para cuestionar y al cabo demoler la democracia representativa. Que clamen por la reforma constitucional fuerzas políticas que quieren, simplemente, transformarla en su programa político es una dificultad insalvable para poder convocar de nuevo el espíritu de negociación y acuerdo de hace 40 años.