Un colectivo de perros del barrio, que aún tramita su CIF, me ha pedido encarecidamente que proponga para estas fiestas tan escandalosas una tregua de petardos, dado lo peligroso que resulta para sus corazones el incesante ruido que provocan estos cohetes manejados de forma intrépida por menores y no tan menores. Son noches terroríficas: buscan su mejor refugio debajo de las camas, entre las piernas de unos dueños que saborean el langostino, o lo mismo están sumidos en un sueño profundo después del ansiolítico que se les ha administrado por recomendación del veterinario. La verdad es que resulta penoso verlos tan ausentes en momentos de tanta expansión en los que, sin duda alguna, les hubiese encantado participar. En la carta del colectivo, integrado por perros a los que lo único que les falta es hablar, me describen los efectos del tremendo petardeo: no sólo hay bajas por parada cardíaca o colapso, sino también lisiados que en una huida despavorida terminan cayendo de forma aparatosa por un hueco de escalera, y hoy muestran la pérdida de una pata o una cojera visible como herida de guerra. En su empeño han solicitado el apoyo de investigadores para que difundan cómo afectan los petardos a la salud de los perros, o bien para que se apliquen con ingenieros en encontrar algún habitáculo que los salve de la situación. De hecho, la firma automovilística Ford acaba de poner en circulación un prototipo experimental. La asociación ha querido reunirse con el alcalde en varias ocasiones para darle a conocer sus reivindicaciones, pero en la alcaldía no acaban de creerse que exista una organización formada por perros que aspiran a su bienestar, con una autonomía que hace innecesaria la mediación de sus dueños. No son muy optimistas en cuanto a que estas navidades se formalice una tregua de petardos, pero la compasión perruna a veces llega.
