Uno de los primeros días de diciembre de 1972, en el salón oval de la Casa Blanca, Richard Nixon se lo advirtió a su consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger: "Los enemigos son la prensa y el establishment... Escribe esto en una pizarra y nunca lo olvides". Para retar a los periodistas y al régimen Nixon ordenó muy poco después, en contra de la opinión de Kissinger y otras personas de su equipo, bombardeos generalizados e intensos sobre Vietnam del Norte, supuestamente, para obligar a los herederos de Ho Chi Minh a reanudar las negociaciones de paz que se habían estancado en París. Las invocaciones de presidentes de Estados Unidos a un régimen -una colección estructurada de poderosos y arteros intereses- que estrangulaban sus políticas es un clásico. Ya se ve que hasta Nixon se creía antirrégimen. Y antes que él -quizás con un fisco de razón- Teddy Roosevelt. Y después, por supuesto, Donald Trump. El trumpismo y sus medios de comunicación han construido todo un relato épico de la lucha de un presidente que combate noche y día contra un Estado Profundo -solapada expresión del establishment- dispuesto a boicotear una y otra vez sus patrióticas reformas, y cuyos más feroces perros cancerberos son los periodistas, infectas garrapatas adictas a la mentira, la calumnia y la difamación.

La apelación a un macabro régimen que pretende controlarlo todo -sin excluir los sueños o los ronquidos del jefe del Estado- resulta, como es obvio, un recurso retórico, porque no existe ninguna posibilidad de llegar a la Presidencia de Estados Unidos sin las bendiciones del maldito establishment. Pero es un recurso poderoso por su capacidad de convertir al que gobierna -y a veces a los que mandan- en una víctima con la que identificarse, una víctima que no le hace demasiados ascos al martirologio siempre y cuando no tenga que levantarse del sillón. Un método muy caro a ciertas estrategias populistas: en medio del líder y sus conciudadanos está el Estado -o el Gobierno- y su constelaciones de intereses espurios. El líder tiene el deber de denunciar y obviar estos intereses y dirigirse directamente al pueblo para denunciar lo que sea o para dejar claro que cualquier denuncia en su contra es una patraña urdida por el régimen.

No son actitudes ajenas a nuestras ínsulas baratarias. En los últimos años he podido ver cómo cualquier información -por sólidos o evidentes que fueran sus datos- era caricaturizada como propaganda de un régimen tan brutal que permite al mártir perseguido ganar elecciones durante treinta años consecutivos, por ejemplo. Se ha visto y oído insultar a periodistas en sesiones plenarias y a amenazar a adversarios y a socios políticos y citar generosamente a amigos, familiares y vecinos como gente inequívocamente sospechosa. Porque existe una enorme conspiración organizada -como quizás el lector ya haya supuesto- por el establishment para subvertir el orden constitucional, y, vete a saber por qué, han empezado por mí. Por él. Porque es de izquierdas -por ejemplo- y quiere cambiar las cosas pero, sobre todo, lo que quiere cambiar como prioridad es que nadie pueda rechistarle sin su magnífico permiso.