En el primer día del juicio, los abogados de los presos independentistas se dedicaron a deslegitimar al Tribunal Supremo y a anunciar, a Madrid y al mundo, que esto era un juicio político, que el acusado en realidad era el pueblo catalán, que el delito cometido se llama democracia y otras flores reventonas del procesismo. Los acusados, que son inocentes hasta que se demuestre fehacientemente lo contrario, están acusados por la posible comisión de delitos muy concretos. Por supuesto muchos aseguran que esta buena gente no cometió ningún delito. Que Puigdemont declaró la independencia pero acto seguido, apenas una frase y media más tarde, advirtió que quedaba suspendida sine die. Que esta República verbal de quince segundos no puede traducirse en una condena a diez, quince o veinte años de prisión. Bueno. Para llegar a ese punto los independentistas conculcaron leyes y reglamentos, desobedecieron al Tribunal Constitucional, convocaron un referéndum ilegal y sin garantías e incumplieron, incluso, las llamadas leyes de desconexión, frangolladas por su apurada mayoría parlamentaria, por no hablar de lo que vino después. Pero nada de eso debe comportar -según los atrapados en la lógica procesista-ninguna consecuencia penal. Si acaso una multa, un cachete, un vayan con cuidado la próxima vez. Mientras tanto el actual presidente de la Generalitat arremetía contra el Supremo, advertía que podía proclamar la república cuando quisiera y exigía, de nuevo, la convocatoria de un referéndum para la independencia catalana. En cualquier país razonable ese señor de mejillas sonrosadas, un independentista sinceramente etnicista y sentidamente católico, que lleva ganduleando desde mayo pasado por los alrededores de la plaza Sant Jaume, recibiría mañana una querella de la Abogacía del Estado. No será así, por supuesto, y este delirio mendaz y consentido tendrá sus consecuencias. Es decir, seguirá teniéndolas. A poca distancia, en el Congreso de los Diputados, el Gobierno socialista, a través de su ministra de Hacienda, repetía que solo los impuros de corazón serán capaces de no votar su proyecto de presupuestos generales.

El Estado español tiene un problema grave en vías de cronificación, Lo tiene hace tiempo: cuando los partidos abdicaron del todo de su responsabilidad política -cabe decir: constitucional- y decidieron comportarse como banderías para crecer en el mercado electoral sobre la polarización. La recesión económica no ha sido una coyuntura particularmente brutal e hiriente, sino la pila bautismal de una transformación de las relaciones empresariales, sociales y laborales que ha empeorado la situación de la gran mayoría de los ciudadanos. El malestar de un presente incómodo (si tienes suerte) y un futuro oscuro e incierto se expresa con ensueños independentistas. La profundización de la crisis catalana y el surgimiento de la ultraderecha han agravado la situación. Los grandes asuntos de Estado -la muy peligrosa deuda pública, la sostenibilidad a medio plazo de las pensiones y del sistema sanitario, las elevadas cuotas de desempleo, la reforma de las administraciones la desigualdad y la pauperización de un creciente precariado- han sido obliterados. De la crisis económica sale el común de los mortales en cuanto comienza a crecer el PIB. Las crisis políticas, si se cronifican, son capaces de agotar o tapiar los recursos de un país durante generaciones y acabar con la legitimidad democrática de cualquier proyecto de vida en común.