Lo dijo Junqueras, el hombre de paz, la buena persona con cara de pan bimbo, el capitán de los justos: ama a España. Y no lo dudo. Pero no es un argumento precisamente jurídico. Es un argumento político, es decir, un argumento emocional, porque para Junqueras, independentista visionario, vago socialdemócrata y fervoroso católico, la política consiste en materializar emociones. Lo que explica la peligrosidad política de Junqueras et alii es precisamente eso: el empecinado y untuoso fomento de emociones colectivas para utilizarlas como combustible de un proyecto político en el que la única forma de ser feliz es metabolizar con una sonrisa d liberación un código simbólico llamado Cataluña. Como los monstruos de la política de Disney, cuya sociedad secreta se alimentaba y prosperaba con el miedo de los niños, los proyectos irredentistas se alimentan del incesante amor por una identidad común que te llena de sentido hasta el tuétano de los huesos. Y uno puede querer a un vecino, a un amigo, a un suegro y hasta a su pareja de hecho o de deshecho, pero el amor más fuerte e incondicional es el amor a la madre, a la dulce patria. Una brillante escritora feminista, Sara Ahmed, explica en un libro muy recomendable, La política cultural de las emociones, que las emociones no son atomizadas miríadas de estados psicológicos, sino prácticas culturales que se estructuran socialmente a través de circuitos afectivos, lo que representa un problema cultural y, en último término, político. Lo emocional atraviesa y estructura los imaginarios de las sociedades. Lo emocional nunca es inocente. El romanticismo nacionalista de Junqueras, en realidad, confía todo su futuro en la extensión reglamentada de sus propios sentimientos de pertenencia como base de definición de una comunidad política.

Toda la aspiración de lo más valioso del ideal democrático moderno apunta aproximadamente lo contrario. No consiste en ignorar las emociones, sino en educarlas, introduciendo una informada racionalidad colectiva en la democrática toma de decisiones que afecta a los intereses comunes. La paz - esa paz de la que habla Junquera como si figurase en sus análisis de orina - es ajena a las pulsiones nacionalistas que entienden como justo y necesario saltarse un orden constitucional democrático para conseguir un objetivo político que más de la mitad de la población no desea. La paz que debe buscar un modesto demócrata que no quiere desaforadamente a ningún territorio, país o parterre es, precisamente, ese anhelo de paz perpetua de la que hablaba Kant: "He aquí una muchedumbre de seres racionales que desean, todos, leyes universales para su propia conservación, aun cuando cada uno de ellos, en su interior, se incline por eludir la ley? Se trata de ordenar su vida en una constitución, y aunque sus sentimientos íntimos sean opuestos y hostiles unos a otros, queden contenidos, y que el resultado público de la conducta de esos seres sea exactamente el mismo que si no tuvieran malos instintos".

Yo no amo a España. No amo Canarias. No amo ninguna ficción administrativa. Usted ama a España, y sobre todo el catastro, a Cataluña, señor Junqueras, y precisamente por eso tenemos un problema.