En el prólogo del libro La Unión del Pueblo Canario. Luces y sombras del nacionalismo autodeterminista, el profesor Pablo Ródenas afirma taxativamente que la UPC fue "la mayor experiencia participativa de la historia de Canarias; en el texto, su autor, Enrique Bethencourt apunta, como uno de los motivos del fracaso su incapacidad para abrirse a una participación más amplia que excediera del ámbito de las fuerzas integradas en lo que nunca dejó de ser una plataforma político-electoral progresivamente mal avenidas. Bethencourt lleva más razón que Ródenas. Como proyecto plural Iniciativa Canaria reunió a más militantes, cuadros, dirigentes y votos de los que nunca tuvo la UPC. La confluencia posterior en la federación de partidos bautizada como Coalición Canaria no se diga. Lo que ocurre, por supuesto, es que ni Ican ni CC son mitologizables. La UPC sí es un símbolo político -y más todavía, sentimental- para muchas cientos de isleños que la identifican con el momento más vibrante, esperanzado y generoso de sus vidas. Porque en el fondo no deja de ser un signo de la inocencia. Del ambigüo paraíso de una inocencia perdida.

La UPC resume tantas aventuras de la izquierda florida. Bethencourt lo cuenta con esforzada objetividad y un punto dulceamargo de melancolía. Una colección de pequeñas organizaciones izquierdistas que acaba de salir de una dictadura brutal y que comprende la necesidad del frentismo como estrategia política, pero que se muestra incapaz de leer la realidad más allá de una colección mejor o peor amalgamada de clichés ideológicos y de inercias interpretativas. Por poner un ejemplo: la radical incomprensión de lo que se había pactado entre el sector más aperturista de la élite de poder franquista y las fuerzas más predispuestas a la negociación de la oposición ilegal. Otro: su desconfianza paralizante respecto a la democracia representativa en curso. Y más. Los tres duros de marxismo catecuménico que llevaban en un bolsillo agujereado. El objetivo de la liberación nacional pasado mañana por la tarde en un país donde no existía ni tenían visos de existir una nación. La hipnótica influencia de los procesos revolucionarios y los movimientos insurreccionales en América Latina y del norte de África. La pella de gofio donde se incrustaban el Che Guevara, Lenin, Maritain, Patricio Lubumba, Nicolás Estévez y Manuel Alemán explicándonos a todos una raciología espiritual que le susurra al oído Frantz Fanon. El fervor eclesiástico de unos y otros que termina hastiando a la mayoría. En su ensayo Bethencourt acierta, creo, cuando explica como el PSUC, el Mirac o el Partido de la Revolución Canaria, entre otras siglas estruendosas, fracasaron, mientras experiencias como Asamblea Canaria o Roque Aguayro sobrevivieron y prosperaron. Simplemente porque aprendieron a ser útiles en el nuevo espacio y se integraron al moderar su discurso y presentarse como instrumentos eficaces para la gestión de los intereses generales en algunos municipios grancanarios. Ya no son fuerzas soberanistas de izquierda, sino nacionalistas moderados de un progresismo del que se ha evaporado cualquier traza revolucionaria. La UPC no necesitó de la intervención conspiranoica de los poderes y las cloacas del Estado español para desaparecer. Se bastó a sí mismo, al margen de alguna que otra gentileza de las fuerzas más moderadas, en primer lugar, el PSOE y don Juan Rodríguez Doreste.