Leo obituarios asombrosos sobre Xabier Arzalluz. En algún texto se le califica, como en las viejas novelas de detectives de cinco dudos, como "el hombre de las mil caras", cuando Arzalluz solo tuvo una y bastante dura: la de un nacionalista vasco que tenía como horizonte último -pero no infinitamente postergable- la independencia del País Vasco. No pasó de ser un regionalista pactista a un independentista cegado por la sangre y el ADN: siempre fue lo segundo. Pero mucho más inteligente y sobre todo astuto que sus colaboradores y compañeros más jóvenes supo que lo mejor, también para el PNV, era contribuir pragmáticamente a la negociación y posterior articulación de un orden constitucional que garantizara derechos y libertades y un desarrollo autonómico amplio y consolidado. En el caso de Euskadi eso incluía, por supuesto, un excepcional sistema de financiación propio que terminó denominándose el cupo vasco y que se perpetúa hasta hoy sin que ninguno de los dos grandes partidos del país se atreva a cuestionarlo. Al contrario: sueltan más pasta. Las necrológicas de ayer hacían escasas referencias a ETA. Es normal: a él los asesinos de ETA le parecían chicos estúpidos, díscolos, a veces demasiado fanáticos y otras, sin duda, verdaderos hijos de puta, pero, al fin y al cabo, hijos de puta de la familia verdadera. Ya lo dijo claramente: no merecían ser derrotados. No era bueno para el País Vasco que ETA fuera derrotada. Derrotas de los nuestros -por molestos, incómodos y a menudo cerriles que pudieran ser- ninguna. Un vasco nunca se equivoca. Levanta el error como una piedra y la tira al aire para deshacerse de la equivocación. Si le cae a un español encima y le revienta la cabeza es que el español no estaba su sitio. Cuando ETA volvió a apretar el gatillo con fuerza y la caída de la Unión Soviética y los régimenes comunistas sembraron la Europa del Este con nuevos países muy nacionalistas, muy patriotas y muy terruñeros, Arzalluz creyó que era el momento de pisar el acelerador. Entonces comenzó a preparar su sucesión con los muchachos que más claro tenían que el autonomismo era una estación de paso hacia una república independiente bajo la advocación de la Virgen de Begoña y sin invasiones raciales ni colonialismos culturales. Gente sanota y brutal a la que no le asustaba, después de años de pragmatismo y cooptación de las instituciones, enfrentarse con el Estado opresor. Arzalluz perdió. La mayor parte de los dirigentes y cuadros cuarentones y treintañeros no estaban por la labor. La independencia, sí, llegaría alguna vez, pero el día para fijarla aún no se vislumbraba en la lontananza, y por el momento, el negocio presupuestario funcionaba en Madrid, se mantenía el control político-electoral y ya ni siquiera había que tolerar el pistolerismo de ETA. Personalmente no me parece un líder político especialmente admirable. Ni siquiera me estimula demasiado la curiosidad. Era un señor que arrugaba la nariz cuando no estaba en su casa y tal vez cuando recibía visitas: madrileños, andaluces, valencianos, gallegos o extremeños. Esa gente. Gente de fuera. Gente que sabía que jamás le entendería y a la que no le interesaba demasiado entender. Cómo iban a entender Euskadi. Barkatu.