Contra el relato a posteriori suscrito una y otra veces por amplios sectores de la izquierda isleña -y que el colectivo Demócratas por el cambio ha asumido como un mantra- el modelo electoral de la triple paridad observó una cámara regional muy plural en las cuatro primeras legislaturas autonómicas. Para los inocente o convenientemente olvidadizos, lo era tanto que los periodistas acuñaron la expresión "diputado 31" para referirse a la fragmentación electoral que podía facilitar, en efecto, a una fuerza política, por pequeña que fuera, decidir una investidura, la aprobación de los presupuestos autonómicos o la continuidad de un Gobierno: en los años ochenta y noventa siempre se miraba de reojo a Tomás Padrón y a su Agrupación Herreña Independiente. Lo que se escribía y se discurseaba apuntaba precisamente, a que el sistema electoral debería ser reformado "para evitar el chantaje permanente de un diputado", una denuncia que sobre todo se repetía desde el PSOE.

La ocasión se encontró con motivo de la ligera reforma del Estatuto de Autonomía de 1996 y la fórmula fue sencilla y brutal: elevar los topes porcentuales de las barreras electorales al 30% insular y al 6% regional. Los partidos que no alcanzaran dichos umbrales no entrarían en el reparto de escaños. La reforma resultó aprobada por CC -que solo se había presentado a las elecciones de 1995- y el Partido Popular mientras el PSOE se abstuvo. Las tres fuerzas esperaban ser beneficiadas reduciendo la competencia electoral; en el caso de CC, por lo demás, la elevación de los toques sirvió para persuadir a fuerzas menores de carácter nacionalista o regionalista para dejar la partida o incorporarse al proyecto coalicionero. Cuando en los comicios de 1999 Dimas Martín, Juan Manuel García Ramos e Ildefonso Chacón se presentaron en una coalición bajo las siglas Federación Nacionalista Canaria se quedaron fuera del Parlamento, pese a sumar más de 48.000 votos en el Archipiélago. Ni el criminógeno PIL de Dimas Martín -la organización más fuerte de los nacionalistas alternativos- alcanzó el 30% de los sufragios en Lanzarote: algo que celebró con alivio, por cierto, la izquierda conejera. Mucho tiempo después, en 2015, Ciudadanos no obtuvo ningún diputado, pese a sacar una cifra parecida, quedándose a muy pocas décimas del 6% regional. Un curiosa ? y significativa ?circunstancia en las elecciones de 1999: la suma de la triple paridad y la elevación de las barreras llevó a que el PP, que cosechó unos 225.000 votos, es decir, casi 26.000 más que el PSOE, obtuviera, sin embargo, cuatro diputados menos.

Lo ocurrido entre el PSOE y el PP en 1999 ilumina -y pone en su lugar- el raído conjunto de falsedades y tópicos inerciales sobre el régimen electoral canario entre 1983 y 2015 y, en particular, en los últimos veinte años, tras el establecimiento de unas barreras abusivas. Lo explicó con sencillez Dámaso Luis León en un artículo publicado en la web Politikon en mayo de 2015 que desmonta la acusación del régimen electoral como garantía de un gobierno sempiterno de CC. "Si bien es cierto que el sesgo mayoritario puede llamar a la desmovilización", señala León, "esta no se ha producido de manera efectiva porque la media de participación en las primeras elecciones autonómicas, cuando el sistema de partidos está más atomizados, no es sustancialmente mayor que en las últimas (s refiere a las del 2011) en las que se estabiliza el sistema de tres partidos mayoritarios. Algunos han querido ver una perversión de la representación en la permanencia de CC en el Gobierno, pero nada más lejos de la realidad: el sistema de partidos canarios ha sido (hasta ahora) un sistema estable asentado sobre tres invariables patas que han llegado a aglutinar el 90% del voto válido". Pese al moderado crecimiento de Nueva Canarias, la fuerte irrupción de Podemos y el fraccionalismo socialista que representa la Agrupación Socialista Gomera de Casimiro Curbelo el voto a los tres grandes partidos en 2015 superó el 56% de los sufragios emitidos.

Para León -para cualquier observador desapasionado con datos en la mano- la permanencia en el poder de CC desde 1993 se debe más a la incapacidad del PSOE y el PP para desplazar a los nacionalistas del Gobierno de Canarias -como hicieron en su día en Euskadi con el PNV- que al régimen electoral. Y la fortaleza de coalicioneros y socialistas -que se disputan la mayoría de votos y escaños- guarda relación directa con una presencia más homogénea en los territorios insulares que el resto de sus competidores, incluyendo el PP. Una implantación territorial en todas las islas (en especial en el ámbito municipal) aumenta tu potencia electoral en un sistema de circunscripción insular. Y esa fue la razón principal, precisamente, por la que los conservadores alcanzaran más votos pero menos escaños que los socialistas en 1999. En Gran Canaria los resultados del PP fueron magníficos entonces. En el resto de las islas, mucho menos.

Demócratas por el cambio se ha exhibido como la punta de lanza de un movimiento de la sociedad civil canaria que exigía una reforma de la ley electoral, pero sin restarle un ápice de valor a sus esfuerzos, jamás ha existido tal movimiento social. Uno de sus rasgos más curiosos -e inhabitual en movimientos organizados de este carácter transversal y consensual- es su punto menos que furibunda crítica a Coalición Canaria y a sus gobiernos, identificados con la normativa electoral vigente, y cuyo compromiso democrático es puesto en cuestión sistemáticamente, algo que se obvia en los otros dos grandes partidos, igualmente beneficiados por el sistema, y que han cogobernado la comunidad autonómica casi sin interrupciones desde 1995. Dos máximos dirigentes del PP y el PSC-PSOE (José Manuel Soria y José Miguel Pérez) fueron vicepresidentes del Gobierno de Canarias con CC.

Desde hace algunas semanas Demócratas para el cambio ha emprendido una campaña para incluir en la normativa electoral definida en la disposición del nuevo Estatuto de Autonomía la fórmula Hare para sustituir la fórmula D´Hont. "Apostamos sin ambages por sustituir la fórmula D'Hondt (?) por otra más proporcionada como la fórmula Hare", apuntaba DPC en un reciente artículo de prensa. "Esta opción resulta ineludible (sic) para que Canarias decida su rumbo sin otro condicionamiento que el de la preferencia política de cada elector decidida con su voto". Al final del texto advertían que habían mandado sendas cartas a Ángel Víctor Torres y a Asier Antona para que tomen nota, de forma que Hare sustituya a D'Hondt en las elecciones autonómicas del próximo mayo. A trote cochinero y sin mayores debates políticos ni parlamentarios, porque DPC lo tiene perfectamente claro. En realidad se antoja pasmoso que se califique como "ineludible" el cambio de fórmula de ponderación. Primero porque algo que no puede evitarse no es una opción de ningún tipo. Y en segundo lugar porque en ningún sistema electoral el voto de cada elector decide el futuro del colectivo representado en la asamblea. Afirmar tal cosa es una obvia falacia y una deshonestidad intelectual bastante grimosa. Cualquier democracia representativa se mueve sobre un juego de mayorías y minorías fruto de pactos y acuerdos que trazan líneas entre fuerzas y programas vencedoras y perdedoras. La obsesión por criterios de estricta proporcionalidad suelen conducir a parlamentos tan divididos y atomizados que la inestabilidad política se transforma en un menesteroso modus vivendi. Italia, entre 1953 y 1993, sufrió 42 gobiernos con casi una decena de partidos paralizando un Congreso muy similar a un mercado persa. Una inestabilidad crónica que, para colmo, no se tradujo jamás en una verdadera pérdida de poder para la Democracia Cristiana y su herencia de ineficacia y corrupción.

La reforma electoral ha terminado por convertirse en algo que ya amenazaba ser en los últimos años: un fetiche democrático. Esta fetichización, curiosamente, se ha fortalecido, y no disminuido, después de conseguirla, y puedes encontrarse economistas blandiendo artículos sobre la mayor prosperidad económica y social de los sistemas políticos dotados de regímenes electorales proporcionales. Y existe mayoritariamente esa correlación. Pero correlación no significa causalidad. La mayor o menor proporcionalidad del sistema electoral es una variable del estado de salud de una democracia representativa: muy importante, pero no determinante. Su poder fascinador amuleto democrático quizás deriva de que es más fácil cambiar barreras electorales que encontrar estrategias políticas y financieras para mantener el Estado de Bienestar, por ejemplo. Para que en Canarias el sistema democrático se fortalezca y se transforme también en una cultura cívica son necesarias instituciones inclusivas, un consenso básico sobre la orientación y la viabilidad presupuestaria de la educación pública, la sanidad y las pensiones, unas administraciones más eficientes, eficaces y transparentes, una legislación que proteja derechos de las minorías y que simultáneamente incentive el desarrollo de las aptitudes y capacidades de organizaciones e individuos para garantizar la igualdad de oportunidades. Un poco, digamos, como en todas partes.