Cuando miramos las cosas con distancia, como observadores ajenos, tenemos la ventaja de poder intuir cómo las moverá la vida. Mil veces nos equivocamos y mil veces acertamos. Las conocí hace unos diez años y sin saber con certeza que les unía el amor, tuve claro que una amaba más que otra. Una mendigaba y otra daba limosna. Nunca les vi gestos de cariño; se habían acostumbrado a vivir en un corre sin tiempo para remendar nada; los viajes eran viajes de trabajo, siempre rodeadas de amigos, nunca solas. Una había levantado un muro que complicaba la comunicación. Hablamos de mil cosas menos de ellas. Veía cómo se distanciaban y un día concluí que la pareja tenía escrito el final y que sería doloroso más para una que para otra. Unas líneas lo aclararon todo. Una se iba a Barcelona, otra a Punta Cana. No querían acabar, pero debían poner punto final. Tampoco querían hacerse daño, así que durante meses evitaron que los sentimientos incontrolados les acercaran a los reproches. Una quedó muy tocada porque su carácter tímido dificulta nuevas relaciones; la otra no tardó en hallar una mujer que la entendiera. Con la más afectada hablé mucho; en una de esas charlas la escuché cantarina. «Loquilla", pregunté, "¿hay alguien por ahí?" Soltó una carcajada. "Algo, Mari...", me dijo. Me alegré porque sabía de su deficiente manejo de los sentimientos. En verano viajarán a Canarias. Está preocupada porque a su padre los negros le gustan poco. "Mira, tu padre te quiere tanto que acabará viéndola rubia, verás", y nos reímos. Su ex sigue pintando atardeceres de Marruecos y mantiene intacto su compromiso de salvar el mundo. Dicen que vuelve con un bebé bajo el brazo, el de su pareja. Hace poco recibí una foto en la que cubre su cabeza con un turbante multicolor.

Sus ojos azules brillan más que nunca.