He esperado a que el presidente del Gobierno firmara la disolución de las Cortes y la convocatoria de elecciones generales para apuntar que no, no habían sacado los restos de Francisco Franco del Valle de los Caídos. Sigue en su agujero de lujo. Con la exhumación del ex Generalísimo pasa algo similar que con el proyecto de presupuestos generales del Estado para 2019: eran, son enunciados performativos. No transforman realidades, sino que materializan hechos propagandísticos: una voluntad para hacer el bien que debe bastarnos para merecer nuestra adhesión e incluso nuestro aplauso, y que ha sido quebrantada -momentáneamente- por malvados inequívocos -el PP y Ciudadanos- y por malvados sobrevenidos -los independentistas catalanes-. No sé a quién se le ocurrió lo de barrer a Franco de Cuelgamuros, pero merece una subsecretaría, si es que ya no la tiene, porque es una batalla simbólica ganada de antemano, incluso si se pierde, y con un coste cero para Pedro Sánchez y sus mariachis y mariachas.

Lo mejor y lo peor de acumular años es la memoria. No recuerdo que la exhumación del dictador y la eventual demolición (o resignificación) del conjunto monumental del Valle de los Caídos haya formado parte de la agenda de la izquierda -socialdemócrata, comunista o anarquista- en los últimos cuarenta años. Simplemente no era prioritario y se subsumía como un asunto decididamente menor entre lo urgente y lo necesario. Es realmente difícil encontrar ensayos o artículos de Manuel Sacristán o Manuel Vázquez Montalbán -por citar a dos de las figuras de la izquierda más influyentes en distintos ámbitos- que incluyeran enterrar a Franco en otro lado como parte de un programa básico e impostergable de transformación política y social. Eran gente adulta que había padecido el franquismo en carne propia y eso quizás ayude a trazar urgencias y jerarquías. Antes que mover los despojos de Franco era -y es todavía- más importante localizar a los asesinados por su régimen durante la guerra y la inmediata posguerra y la localización de las fosas comunes. Antes era más importante -igualmente- corregir situaciones de dolorosa injusticia referentes a reparaciones económicas, reconocimiento de pensiones e indemnizaciones, reintegro en cuerpos funcionariales: en los años ochenta y principios de los noventa, así como durante el mandato de José Luis Rodríguez Zapatero, se impulsaron muchas medidas -generalmente a través de decretos-leyes- para cumplir con ese deber cívico y moral para con los represaliados por la dictadura. En algunos aspectos las acciones de los gobiernos socialistas han sido claramente insuficientes o demasiado tímidas. La ley de Memoria Histórica es tan bien intencionada como manifiestamente mejorable. Pero debería quedar claro que exhumar a Franco del Valle de los Caídos no era el comienzo de nada, sino más bien el penúltimo capítulo de un proceso de democratización institucional y simbólica de las instituciones españolas y -si se quiere- del imaginario político del país.

No se ha optado por ese camino. Una vez más se ha renunciado a hacer ninguna pedagogía y se ha optado por el maniqueísmo emocional y torticero. Si usted no está de acuerdo con que se desentierre a Franco cuanto antes es usted un fascista irredento, un facha indecente, un demócrata imperfecto o un brutal cómplice de la ultraderecha por venir. Y así todo. Es una técnica política -el enfrentamiento entre irreconciliables, la apelación incansable a lo sentimental, la justicia conseguida con un eslogan- que el que sigue enterrado, por cierto, no desconocía del todo.