Podemos ha sido un partido diseñado y dirigido por intelectuales y profesores universitarios, pero Ciudadanos también tuvo su origen en un movimiento de protesta intelectual hace cerca de quince años: en ese manifiesto que publicaron Arcadi Espada, Francesc de Carrera, Félix de Azua e Inván Tuvau, entre otros, allá por 2005. Hartos del pujolismo invasivo y tempranamente decepcionados por el tripartito encabezado por Pasqual Maragall. No fue hasta el año siguiente cuando registraron Ciutadans como asociación política, pero ya en su congreso fundacional, en julio de 2016, los fundadores perdieron cualquier influencia relevante. Para empezar porque, a diferencia del caso de Podemos, ninguno quería ser secretario general o candidato a la Presidencia de la Generalitat. Ciutadans era una extraña amalgama de socialdemócratas y socioliberales que estuvieron a punto de fracasar antes de nacer. Cuentan las crónicas que Albert Rivera (26 años, abogado, empleado de banca) se convirtió en candidato presidencial porque se impuso un orden alfabético como único criterio admitido por los delegados. Lo sacaron en pelotas en el cartel electoral y gracias a eso consiguieron, creo recordar, tres diputados en el Parlamento de Cataluña. Los otros dos no se hablaban entre sí, dejaban pasar meses entre sus visitas a la peluquería y se liaban con sus propias corbatas. A Rivera no le costó mucho destacar.

Ese cartel desnudo fue una profecía. El verbo se iba a hacer carne, carne proporcionada y compacta, y el logos sería desalojado de cualquier parte, salvo de los mítines y entrevistas televisivas (Rivera, como Pablo Iglesias, fue contertulio meritorio en Intereconomía cuando no era casi nadie). Las reflexiones de los fundadores pronto se evaporaron y, en muy pocos años, Juan Carlos Girauta llegó a ser un intelectual. Ciudadanos se presentó inicialmente como una fuerza socialdemócrata vigorizada por la tradición liberal cuyo principal atractivo eran la novedad, la inocencia histórica y el rechazo político y ético contra la corrupción y todas las patologías que debilitaban el sistema democrático y parlamentario. Una centralidad obsesiva para recibir votos de los decepcionados por la izquierda socialista y la derecha primero aznarista y después de advocación mariana. Albert Rivera -como Pedro Sánchez- es un político de la liofilizada democracia posmoderna para el que todo programa no sirve para nada si no cabe en un tuit.

Esta liviandad política y programática entra en conflicto, por supuesto, con la articulación de una maquinaria electoral y una burocracia de partido que debe servir a los intereses del líder y simular una democracia interna indeseable, y tan espontánea y participativa como la planta de caballeros de El Corte Inglés.Cada vez con más frecuencia se rasgan las vestiduras y asoma la realidad: los equívocos sobre la sociedad patrimonial en la que participó Begoña Villacís y la política de fichajes de Rivera, pateada por la militancia que en las primarias de Castilla y León dieron la victoria al candidato crítico, Francisco Igea, frente a la patrocinada por el líder, una indigerible Silvia Clemente, son algunas señales de que ese Matrix de sonrisas, felicidad pasteurizada, esperanzas que huelen a nubes, chaquetas entalladas y trajes sastres comienza a temblar. Rivera mantiene la sonrisa libre de arrugas y canas, pero su retrato, guardado quizás en el sótano del chalet de Malú, comienza a supurar nervios y fracaso y el acre hedor de la decrepitud.