En la segunda película de Deadpool el nauseabundo superhéroe se lanza a organizar a un equipo de colaboradores que le ayuden a conseguir sus objetivos. Entrevista a muchos frikis que presumen de asombrosos superpoderes. Una de las últimas aspirantes en visitar su improvisada oficina es una joven extraordinariamente segura de sí misma que dice llamarse Domino.

-De acuerdo, Domino?Humm? ¿Cuál es tu superpoder?

-Tengo suerte.

-¿Cómo dices?

-Tengo suerte.

-No me jodas. Eso no es un superpoder.

-Claro que sí.

- No.

- Sí.

- Que no.

Deadpool la contrata por mera simpatía, pero más adelante, cuando comienza la acción, tiene que reconocerle a Domino que tener suerte siempre e invariablemente es un superpoder. Un malo te dispara y se le atasca el gatillo del revólver. La empujan desde un décimo piso y cae sobre un grueso colchón de plumas que aparece por ahí. Se detiene en la calle para atarse las zapatillas y cinco metros más adelante una lavadora cae a plomo sobre la acera. Sí, es un superpoder deslumbrante, irreductible, triunfal. Hasta que se te acaba la suerte, por supuesto.

Quizás en ningún ámbito de la actividad humana la buena suerte es un superpoder como en la política. Hace mucho tiempo -en regímenes predemocráticos o en la juventud de las repúblicas contemporáneas- existía una suerte de cursus honorum para llegar escalar en el poder político a las que se sometían las élites. John Fitzgerald Kennedy sirvió en la Armada en la II Guerra Mundial y resultó malherido; George W. Bush, como su futuro vicepresidente, Dick Cheney, se escaqueó de combatir en Vietnam escondidos en un batallón de la Guardia Nacional. Pedro Sánchez estaba ahí para servirle cortados y prepararle papeles a un genio tutelar como Pepe Blanco, Pablo Iglesias es un profesor asociado que se encontró con una crisis económica dislocando el bipartidismo imperfecto del sistema político español y Albert Rivera fue elegido líder de Ciudadanos por su buena planta y por su insignificancia ideológica: no era despreciado ni por el sector más liberal ni por el sector más socialdemócrata de la nueva organización.

Nada de esto supone cuestionar la inteligencia, astucia y tesón de los mencionados, pero los tres líderes se han caracterizado más por rentabilizar circunstancias ocasionales que por crear nuevos espacios y condiciones, lo que es lo más habitual en la política -en la postpolítica- actual. Pablo Casado responde aún más patéticamente a ese biotipo: su liderazgo, apuntalado en las camarillas del PP por encima de las preferencias de los militantes, es un caso de buena suerte (personal) dentro de una desgracia (corporativa).

Tanto Iglesias como Rivera saben ya que no pueden optar a ganar las elecciones. Ni las que se celebrarán el próximo mes, ni las siguientes. Una situación incómoda, porque ni pueden evidenciarlo ni sus bases más ardientes y activas pueden admitirlo.

La suerte de los partidos emergentes en España se ha acabado. Los superpoderes de Rivera e Iglesias han desaparecido. Cuando el secretario general de Podemos anuncia ya que exigirá entrar en el próximo Gobierno para investir a Sánchez o Casado le ofrece a Rivera un ministerio de Asuntos Exteriores está claro que la película de la renovación de la política española -como diría Deadpool - es un truño que no se traga ya nadie.