Desconozco si las matemáticas son alguna vez una ciencia exacta, pero tengo claro que hay momentos en los que son profundamente inexactas a la par que subjetivas, tanto que más que una ciencia formal, objetiva, se diría que se trata de una suerte de variante de la hermenéutica: las manifestaciones. Y es que hace dos sábados miles de independentistas catalanes ocuparon las calles del centro de Madrid, pero no podemos saber, a ciencia cierta, ni siquiera en una aproximación razonable, cuántos fueron: 120.000, según la Asamblea Nacional Catalana (ANC); 18.000, según la Policía Nacional; y 55.000, según la estimación del diario El País, cuyo método no sé si consiste en sacar una media ponderada a la baja entre las dos cifras anteriores escorándose, no demasiado, hacia el dato ofrecido por la policía.

Si ni siquiera con los números parece posible, en el caso que nos ocupa, alcanzar un mínimo de objetividad, no debe sorprender a nadie que cualquier análisis que se haga al respecto del procès y del juicio que se está celebrando contra algunos de sus líderes esté siempre cargado de subjetividad. Se entiende así que mientras unos hablan de políticos presos y fugados de la justicia, otros se refieran a las mismas personas como presos políticos y exiliados; que mientras los primeros afirman que los líderes independentistas están siendo juzgados por, presuntamente, haber quebrantado la ley y no por sus ideas políticas, los segundos insistan en que se trata de un juicio político contra el independentismo que atenta contra los principios más elementales de la democracia. Y entre tanta confusión numérica y lingüística, es posible que el hartazgo haya embargado a más de uno y que a buena parte de la opinión pública el procès y todo lo que lo rodea empiece a resultarle de puro cansino indiferente.

Mas por cansino que pueda resultar el asunto de marras, lo cierto es que a todos nos va mucho en ello, pues lo que está en juego no es solo si los líderes independentistas finalmente resultan condenados o no; lo que está en juego es si vivimos realmente en una democracia plena o si, por el contrario, como se señala desde el soberanismo catalán, la democracia española es una farsa. Y es que este juicio no sé yo si es exclusivamente penal como debiera, tampoco soy jurista para decirlo, pero es evidente que tiene fuertes connotaciones políticas. Por lo demás, no hace falta ser jurista para darse cuenta de que equiparar los actos de los líderes del procès con el golpe de Estado de Tejero resulta, cuando menos, una extravagancia, como extravagante resulta que un supuesto prófugo de la justicia española campe a sus anchas en Bruselas sin que sobre él pese siquiera una orden de extradición, por no hablar de lo llamativo que es, además de preocupante, sobre todo para los procesados, que el tribunal esté presidido por el mismo que estaba llamado a presidir el Consejo General del Poder Judicial y que hubo de renunciar por culpa de un whatsapp en el que, a día de hoy, no sabemos si Cosidó se tiró un farol o decía la verdad.