Una escritura „por no hablar de un estilo„ es una forma de relacionarse con el idioma. La mayor parte de la gente „incluyendo los escritores„ se relacionan con el idioma con monotonía, hastío y una desesperanza crónica. Otros no conocen ni reconocen esta reconfortante o agria indolencia. Su relación con la lengua no tiene nada de abstracto: es una realidad viva, pugnaz, respiratoria y carnal, íntima y abierta que amenaza con acabar con todo y sin la que, sin embargo, no podrían entenderse a sí mismos. Se puede ser extraordinariamente feliz así, como lo era Nabokov, por ejemplo, que jamás fallaba al bautizar la belleza más casual e intensa en la disolución de los colores de una tarde; se puede ser en cambio alguien irritado, insatisfecho, bien surtido de odios y de fobias, siempre de pie y engorilado en la última palabra, lúcido y antipático, lo suficiente para escribir "la simpatía es una variante risueña, afectada, aduladora, impúdica, agresiva y lela de la mala educación". Rafael Sánchez Ferlosio nunca fue simpático pero jamás se toleró ni toleró la falta de respeto por la palabra. No escribas ningún nombre en vano. Ninguna metáfora. Ningún argumento. Ningún mapa del mundo, chiste cósmico o pañuelo de lágrimas.

Solo fue un escritor. En los últimos años a los escritores que se atraven a ensayar análisis, búsquedas o hermeneúticas „los ensayistas„ se les despide con una sonrisa conmiserativa por parte de sociólogos, urbanistas, psicólogos o politólogos. No saben nada, solo se dedican a articular retóricas, los escritores, pero como artefactos de producción de sentido han terminado por ser muy insatisfactorios. Es absurdo: en los últimos tiempos comienza a ser conveniente señalarle a algunos profesores que la teoría política no tiene el estatuto epistemológico de la química. Sánchez Ferlosio gestionó espléndidamente una inteligencia analítica que aplicaba para desmontar apariencias discursivas y añagazas argumentales. Nadie salía bien parado: las monsergas y derivas de izquierdas y derechas, de legos y especialistas, de gobernantes y gobernadas eran igualmente desmenuzadas y despreciadas. El lenguaje en sus libros, ensayos y artículos se desplazaba a sí mismo para dejar ver su tramposo resorte interno. Solo gracias a su astucia gramatical y a su profunda honradez intelectual no acababa dentro del juguete roto. Sánchez Ferlosio sabía que debía evitar la estúpida arrogancia del convencimiento. En cierta forma convencerse de algo es renunciar a pensarlo, facilitar la coagulación del poder, la guerra, la mentira, el Estado, el deporte o la cultura: significantes rotos y pervertidos que nos sacan la lengua o nos llevan a la muerte. La palabra es lo único que oculta lo que la palabra dice.

Siempre fue claro. Podía patinar en largas frases subordinadas en un párrafo de construcción compleja y limpia a la vez. Pero sabía sintetizar esos largos recorridos para entender los extravíos de la palabra y los trampantojos de la cultura. Es memorable como resumió su rechazo a las corridas de toros: "Mi ferviente deseo de que los toros desaparezcan de una vez no es por compasión de los animales, sino por vergüenza de los hombres". Quizás por eso nos escribió tanto y tan irreprochable y fulminantemente. No por compasión, sino por vergüenza.