Una noche -fueron bastantes noches- Paco Cansino me lo explicó al borde del penúltimo whisky en un bar lo suficientemente infecto abierto en la antigua plaza de Toros de Santa Cruz. Me lo explicó, como siempre, como quien subraya una obviedad lo justo para no dejarla caer al suelo. Las obviedades son tan frágiles -parece mentira- como las noticias.

-Los periódicos- dijo -no los cierran los dueños. Los periódicos no los cierran los anunciantes. ¿Tú sabes quiénes cierran los periódicos?

-Sí. La gente.

-No, bueno, sí. Los periódicos los cierran los que no los compran. Los que no quieren comprarlos. Los que no los leen. Esos son los que deciden si un periódico cierra o no cierra. Nuestro trabajo es que nos lean para que sigamos teniendo trabajo. ¿Entiendes? Tenemos un tiempo para conseguirlo. Y lo vamos a conseguir.

No lo conseguimos. Pero durante más de 19 años se hizo periodismo. Se contó lo que ocurría. Se destaparon abusos, escándalos, disfunciones y corrupciones. Se publicaron suplementos magníficos. Se hizo análisis político, social, cultural. Se intentaron renovar códigos y lenguajes. Se formaron docenas de periodistas. Se rompió la tibetanización informativa batuecamente tinerfeña y tinerfeñista para interesarse por lo que ocurría en la otra provincia gracias a LA PROVINCIA. Y todo se hizo en condiciones progresivamente más difíciles y más duras. Porque pronto llegó una brutal recesión económica que exasperó la crisis del modelo de negocio de la prensa escrita aun no resuelta y tal vez irresoluble en el contexto digital. Philip Meyer sitúa en abril de 2043 el momento exacto en el que saldrá el último periódico de la última rotativa, muy probablemente, en algún país africano. Nos hemos adelantado apenas 24 años si Meyer acierta, aunque el fin de los periódicos no signifique -necesariamente- el fin del periodismo.

El otro día, desde el otro lado del puente, que es donde deben verse las cosas, observé una manifestación en la puerta del periódico. Con alguna que otra excepción no reconocí a casi nadie. En ocasiones, al término de una agonía, se suelen presentar familiares remotos o amigos ficticios, olvidables y ya olvidados, que te dan abrazos y emiten desolados comentarios sobre las injusticias de la perra vida. Por supuesto que no les interesa el muerto: les interesa el velatorio como ocasión inmejorable de visitas, chismorreos, lágrimas, conmiseraciones, bajezas y protestas por la ciega crueldad de la parca. Los manifestantes llevaban pancartitas y mantenían un gesto ceñudo mientras daban vueltas alrededor de su propia, impostada indignación. Si algo habla mal del periodismo local, y en especial de los que se proclaman sus más lúcidos y arriscados evangelistas, es de su aguda falta de interés por comprender la realidad, reducida a una excusa inagotable para sostener posiciones políticas, morales o ideológicas. La conclusión es que la ominosa responsabilidad del cierre correspondía a la empresa que había perdido millones de euros durante casi veinte años para mantener el periódico en la calle. Ni un euro de retorno, pero eso era indiferente: los ricos nunca lloran ni pierden lo suficiente. Lo que hay en el fondo de semejante explicación es una terrible cobardía. La decisión imperturbable de obviar que sin lectores no hay periódicos. Son los lectores, es decir, los auténticos beneficiarios de la libertad de expresión, los que cada vez leen menos periódicos y los condenan así a muerte. Fue la sociedad tinerfeña la que no apoyó a principios de los años noventa del siglo pasado a La Gaceta de Canarias, indiferente a la calidad, a la innovación, a ser tratados como ciudadanos adultos. Es patético que nos descubran por enésima vez, embadurnados de indignación, que los periódicos son organizaciones que responden a una lógica empresarial. Eso no es una infamante mancha de nacimiento, botarates. Si los periódicos no fueran un negocio nunca hubiera existido el periodismo.

Un periódico que lucha y consigue triunfar diariamente -existir, escuchar, contar- durante veinte años no se deshace como una voluta de humo. Un periódico que informa, reflexiona y critica durante veinte años aporta un conjunto de bienes intangibles a una sociedad, y los periodistas que han pasado por La Opinión -compañeros y compañeras que han honrado esta redacción y este oficio- han aportado alma, corazón y vida al relato de nuestra realidad desde una vocación espléndida. Caeremos para caer mejor la próxima vez. Mantendremos el legado de la experiencia de estos años irrepetibles como un fuego encendido para iluminar el futuro. Apuraremos el aprendizaje de la decepción para entusiasmarnos de nuevo.

Tenemos tiempo para conseguirlo. Y lo vamos a conseguir.