En la práctica totalidad de las religiones se encuentra presente la figura del sacerdote, entendida como la persona dedicada y consagrada a hacer, celebrar y ofrecer sacrificios. Su relación con la divinidad ha sido comúnmente reconocida, y de ahí el propio genérico de sacerdote, derivado del vocablo latino sacrum (sagrado), que lo supone como mediador en el ámbito de lo trascendente; esto es, puente entre la dimensión divina y la humana.

Pero la teología cristiana entiende el sacerdocio de un modo muy distinto: solo se reconoce un único sacerdote, que es Cristo, quien ofrece también el único sacrificio que celebra: su muerte en la cruz. Todo lo demás y todos los demás serán a la vez sacerdotes y sacrificio en la medida en que, como bautizados, participan de su vida. Por ello, la Comunidad Cristiana es un pueblo sacerdotal, en el que todos ejercen como tales ante el único sacrificio que se reconoce y se celebra: el sacrificio de Cristo en la cruz.

Partiendo de esto, existen distintas formas de ejercer el carácter sacerdotal cristiano; diversas funciones; diversos carismas; diversos compromisos; diversas respuestas. Y ahora quiero referirme únicamente a aquellas personas que han asumido la función del ministerio sacerdotal para ejercer vocacionalmente como líderes de la Comunidad Cristiana, como referentes espirituales, con todo lo que ello supone y compromete. A lo largo de la historia los hemos conocido con distintos nombres: clérigo, presbítero, cura, padre? Diversos nombres para referirnos a suna persona de nuestra misma realidad humana, que en un momento determinado dio un paso hacia delante para convertirse en servidora de los demás, no solo de los creyentes, siguiendo las huellas del Maestro, y enmarcada en un proyecto de vida de alcance universal y perdurable en el tiempo.

Es verdad que a lo largo de la historia ha habido de todo en cuanto al perfil de los sacerdotes, y que cada cual puede poner el acento en lo que considere más significativo, positivo o negativo. En lo que a ellos se refiere, la literatura está repleta de santos y menos santos; de místicos y demasiado terrenales; de mártires y de débiles; de ilustrados y de mediana formación; de servidores y de servidos. Recordamos tanto a quienes se han significado por una vida verdaderamente coherente y santa, como a otros en los que se refleja la realidad humana, o, los más, dedicados a su ministerio de un modo sencillo y anónimo. Pero aun así, permanecen en nuestro recuerdo revestidos de sotana o dulleta; tocados por el bonete o la teja y siempre con un porte externo que invitaba a considerarlos como personas situadas en el ámbito de lo sagrado al que antes nos referíamos.

Desde la celebración del Concilio Vaticano II, el panorama al que asistimos es bien distinto. En cuanto se refiere a la apariencia externa, un primer movimiento para eliminar barreras físicas llevó a la renuncia del traje talar, hasta llegar al momento actual en que la indumentaria queda asimilada con la de cualquier persona de nuestro entorno, incluso en el marco de su ministerio. Su presencia social, en la actualidad, apenas resulta significativa, salvo contadas excepciones, en comparación con los tiempos de mayoría rural, donde el cura encarnaba la autoridad moral, cultural y social, incluso asumiendo funciones docentes, sanitarias y sociales mucho más allá de las exigencias propias de su misión sacerdotal.

Por último, en cuanto a su significación en la sensibilidad del tiempo en que vivimos, incluso pueda antojarse anacrónica su presencia para quienes vivan de espaldas a cualquier manifestación espiritual o religiosa. En lo que afecta al número de efectivos, la profunda crisis de vocaciones y las muchas reducciones al estado laical han ocasionado demasiadas vacantes que difícilmente podrán cubrirse. Es verdad que la Iglesia habrá de abrir nuevos cauces que permitan responder de manera eficaz a esta necesidad de servicio. Estoy seguro que el paso del tiempo, junto con la influencia e inspiración de las instancias más altas, aportarán las soluciones justas y necesarias; pero mientras eso llega, la perspectiva que observamos ofrece sobrados motivos de honda preocupación.

Pero hoy quiero hacer un pequeño homenaje a estas personas que, contra viento y marea, siguen al pie del cañón en su ministerio sacerdotal. Un puñado de personas desafiando con frecuencia incomprensiones, maledicencias, prejuicios heredados de otros tiempos, caricaturas de una literatura facilona. Hombres sufriendo en sus carnes la soledad de muchos días; sobrellevando en sus espaldas el propio peso de su vida y el de la vida de muchos; sobreviviendo incluso con ingresos muy por debajo del salario mínimo, y que luego incluso se ven en la obligación moral de compartirlo con otros menos afortunados; andariegos de pueblo en pueblo para atender a comunidades que se encuentran dispersas, solas y olvidadas; sobreponiéndose a terribles y frecuentes momentos de desánimo; preguntándose si ha merecido la pena tanta renuncia y siembra en terreno baldío que difícilmente podrá dar el fruto soñado. Y al fin, recurriendo y confiando en Aquel que les invitó a seguir sus pasos siendo servidores de todos, y que en los momentos más oscuros recuerda su promesa: vengan a mí los que estén cansados y agobiados, que yo les aliviaré.

No me cabe duda de que en nuestro mundo, tan marcado por el disfrute de lo inmediato, por el endiosamiento de lo material, por una posible sobrevaloración de la persona y su significado frente al bien común, es una verdadera fortuna la presencia de estas personas, de estos sacerdotes, que ejercen como contrapunto social al encarnar valores tales como la solidaridad, la trascendencia, la generosidad, la entrega o la disponibilidad permanente para todos, creyentes o no. Verdaderamente son un bien social que no tiene precio. Y en el fondo no deja de resultar conmovedor comprobar que hombres tan como cualquiera otro, con sus luces y sus sombras, hayan consagrado su vida en el empeño de ser luz para todos.

En el contexto de estos días de Semana Santa, donde queda definitivamente proclamado el misterio del sacerdocio cristiano en toda su plenitud, quiero rendir este sencillo homenaje a todos los sacerdotes; a los que fueron, a los que son y a los que serán, con una palabra merecida, sencilla y sincera: gracias. Gracias por ser sacerdote en nuestros días.